Tenzin Gyatso - Dalai Lama
EL ARTE DE LA COMPASIÓN
La Práctica de la Sabiduría en la Vida Diaria
Formato y Arreglos
BIBLIOTECA UPASIKA
“Colección Budismo”
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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ÍNDICE
Prólogo,
página 4.
Introducción
, página 8.
I. El Deseo de Felicidad,
página 19.
Disciplina Ética y Comprensión de Cómo son las Cosas, Las Tres Joyas del
Refugio, Abandonar una Existencia Cíclica, Amigos Espirituales - Guía Espiritual.
II. La Meditación, Un Inicio,
página 26.
Familiarizarse con el Objeto Elegido, Meditación Analítica, Meditación
Contemplativa.
III. El Mundo Material y el Mundo Inmaterial,
página 31.
IV. El Karma,
página 34.
V. Las Aflicciones,
página 38.
Nuestro Enemigo más Destructivo.
VI. Lo Vasto y lo Profundo: Dos Aspectos del Camino,
página 41.
VII. La Compasión,
página 44.
Empatía, Reconocer el Sufrimiento de Otros, Amor-Bondad.
VIII. Meditar Sobre la Compasión,
página 48.
Compasión y Vacío, Como Meditar Sobre la Compasión y la Bondad, La Gran
Compasión.
IX. Cultivar la Ecuanimidad,
página 52.
Meditación Sobre la Ecuanimidad,
X. La Bodhicitta,
página 56.
El Método Séptuplo de Causa y Efecto, Cambiar el Yo por los Otros.
XI. La Inmanencia Serena,
página 60.
Los Dos Niveles de la Mente,
XII. Los Nueve Estadios de la Meditación de la Inmanencia Serena,
página 65.
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XIII. La Sabiduría,
página 68.
El Yo, El Yo y las Aflicciones, La Carencia de Yo de Todos los Fenómenos, El
Vacío y el Origen Dependiente, Meditar Sobre el Vacío, Los Niveles del
Bodhisattva.
XIV. La Condición del Buda,
página 74.
XV. Generar la Bodhicitta,
página 77.
Siete Pasos de la Práctica, Primer Paso: Homenaje, Segundo Paso: Ofrenda, Tercer
Paso: Confesión, Cuarto Paso: Júbilo, Quinto y Sexto Pasos: Petición y Súplica,
Séptimo Paso: Dedicación.
Epílogo,
página 82.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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PRÓLOGO
El budismo define la compasión como el deseo de que todos los seres
queden libres de sufrimiento. Desgraciadamente, acabar con la miseria del
mundo no está en nuestras manos. No podemos cargar esa tarea sobre nuestros
hombros, tampoco disponemos de una varita mágica que transforme la
aflicción en felicidad. Lo único que podemos hacer es desarrollar esta virtud
en nuestra mente y a partir de ahí ayudar a que los demás hagan lo mismo.
En agosto de 1999, Su Santidad el Dalai Lama fue invitado por el
Centro Tíbet y la Fundación Gere a dar una serie de charlas en Nueva York.
Este libro es el testimonio escrito de esas charlas. En las páginas que siguen,
Su Santidad el Dalai Lama nos enseña a abrir el corazón y desarrollar un
sentimiento de compasión auténtico y duradero hacia todos los seres. La vida
de Su Santidad constituye una prueba de la capacidad de abrir su corazón. Su
aprendizaje espiritual comenzó cuando era solo un niño y, tras ser reconocido
a los dos años como la reencarnación del decimotercero Dalai Lama, tuvo que
abandonar su hogar en el nordeste del Tíbet para trasladarse a Lhasa, la
capital. Accedió al poder temporal del Tíbet a los dieciséis años, y sus
creencias sobre la no violencia y la tolerancia tuvieron que soportar la más
dura de las pruebas cuando el ejército comunista chino invadió brutalmente su
país. Hizo cuanto pudo por proteger a su gente y mantener a los agresores a
raya, sin por ello abandonar sus estudios y la práctica del camino del Buda
hacia la salvación.
En 1959, cuando las fuerzas comunistas chinas se preparaban para
bombardear su palacio de verano, el Dalai Lama partió del país. Tenía
entonces veinticinco años. Más de cien mil tibetanos le siguieron. Establecidos
en India y en otros lugares del mundo, viven dedicados a una extraordinaria
campaña no violenta para conseguir la libertad del Tíbet. Desde la ciudad
india de Dharmshala, situada en las montañas de la cordillera del Himalaya,
Su Santidad ha aplicado un sistema democrático de gobierno para servir a su
gente, tanto a aquellos que todavía siguen en el Tíbet como al elevado número
que vive refugiado en India y en otros países. Su Santidad ha realizado un
duro trabajo con el fin de preservar todos los aspectos de la cultura tibetana, y
especialmente de su tradición espiritual, porque en el Tíbet espiritualidad y
cultura son inseparables. Ha mantenido su propia práctica de estudio,
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contemplación y meditación, además de extender la vía propugnada por el
budismo a personas de todo el mundo. Ha dedicado un gran esfuerzo a la
refundación de monasterios y conventos, y a reestablecer en ellos el currículo
tradicional de estudio y práctica, todo con el único propósito de mantener viva
la actitud de comprensión trazada por el fundador del budismo, el Buda
Shakyamuni.
La historia del nacimiento del budismo resulta ya bastante conocida
para muchos. En el siglo v a.C., el príncipe Shakyamuni llevaba una existencia
privilegiada en el reino de su padre, emplazado en el actual Nepal. Ya desde
muy joven, Shakyamuni se dio cuenta de la falta de sentido implícita en su
cómoda vida. Las imágenes de vejez, enfermedad y muerte que le rodeaban
fueron rasgando el velo del bienestar y de la felicidad material. Una noche, el
recién casado príncipe abandonó su palacio, a su esposa y a su hijo. Tras
cortarse los cabellos con su propia espada se lanzó a la selva en busca de la
liberación de la vida mundana y de las desdichas que estaban
inextricablemente unidas a ella.
El joven fugitivo se unió pronto a un grupo de ascetas con los que pasó
muchos años practicando estricta meditación en la más absoluta austeridad. En
última instancia, se dio cuenta de que eso no le acercaba más a su objetivo de
sabiduría e iluminación, por lo que dejó a sus compañeros atrás. Habiendo
roto con sus severos métodos, decidió dedicarse a la búsqueda de la verdad
última. Se sentó a la sombra del árbol Bodhi con la promesa de no moverse de
allí hasta haber alcanzado su objetivo final. Los esfuerzos del príncipe
Shakyamuni se vieron recompensados por el éxito: descubrió el auténtico
camino que rige todos los fenómenos y alcanzó el estado omnisciente y
eternamente iluminado de un buda.
El Buda Shakyamuni dejó la meditación y viajó al norte de India, donde
de nuevo se encontró con sus cinco compañeros ascetas. Al principio, estos no
quisieron reconocer su presencia, ya que creían que había renunciado a los
verdaderos principios. Sin embargo, el brillo que emanaba de su estado de
iluminación les afectó tanto que le rogaron que compartiera con ellos su
descubrimiento.
Entonces el Buda propugnó las cuatro verdades nobles: la verdad del
sufrimiento, su origen, la posibilidad de remisión y el camino que conducía a
esa remisión. El Buda mostró la verdadera naturaleza de nuestro desdichado
estado. Enseñó las causas que dan lugar a esta situación y afirmó que existe un
estado libre de ese sufrimiento y de los factores que lo provocan, mostrando
luego el método mediante el cual llegar a alcanzarlo.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Durante su estancia en Nueva York, Su Santidad el Dalai Lama ofreció
tres días de conferencias en el teatro Beacon. El tema de estas charlas se
centró en los métodos budistas que permiten llegar a la iluminación. Unió en
ellas el contenido de dos textos, el libro segundo de Las etapas de la
meditación, del maestro indio del siglo VIII Kamalashila, y The Thirty Seven
Practices of Bodhisattvas (Las treinta y siete prácticas de los bodhisattva), del
practicante tibetano del siglo XIV Togmay Sangpo.
Las etapas de la meditación fue compuesto cuando el trigésimo tercer
rey tibetano, Trisong Detsen, invitó a su autor al Tíbet para que defendiera el
enfoque analítico del budismo propuesto por las grandes universidades
monásticas hindúes de Nalanda y Vikramlasila. Esta forma de budismo,
introducida en el Tíbet por el maestro de Kamalashila, Santarakshita, era
puesta en duda por Hashang, un monje chino que propugnaba un enfoque que
excluía toda actividad mental. Con el fin de establecer qué forma de budismo
se seguiría en el Tíbet, se organizó un debate en presencia del rey. En dicha
confrontación entre Kamalashila y Hashang, el primero fue capaz de
demostrar de manera irrefutable la importancia del razonamiento mental en el
desarrollo espiritual, por lo que fue proclamado vencedor. Para conmemorar
su victoria, el rey le pidió que compusiera un texto que dejara constancia de su
argumentación. El resultado fue una versión corta, otra mediana y otra larga
de Las etapas de la meditación.
El texto de Kamalashila señala de forma clara y concisa los diversos
estadios considerados «vastos» y «profundos» en el camino que conduce a la
iluminación absoluta. Aunque en el Tíbet se ha tendido a pasar por alto esta
obra, su valor es inmenso y Su Santidad ha dedicado un gran esfuerzo a
desvelarlo ante el mundo.
El segundo texto, Las treinta y siete prácticas de los bodhisattva, supone
una concisa y clara descripción de cómo vivir dedicado a los otros. Su autor,
Togmay Sangpo, nos inspira a cambiar nuestras tendencias egoístas habituales
y a actuar teniendo en cuenta nuestra dependencia de los demás seres
humanos. El propio Togmay Sangpo llevó la vida de un simple monje,
dedicándose siempre a los otros y abriendo su corazón al amor y la
compasión.
De estas conferencias el traductor Geshe Thubten Jinpa recogió
admirablemente los aspectos más sutiles de la filosofía budista enseñados por
Su Santidad, al mismo tiempo que transmitía ese cariñoso sentido del humor
que siempre está presente en sus enseñanzas.
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El último día de la visita de Su Santidad, domingo por la mañana, más
de doscientas mil personas se congregaron en el East Meadow del Central
Park para oírle hablar sobre Eight Verses on Training the Mind (Ocho versos
para entrenar la mente), un poema del sabio Langri Tangpa. En inglés, Su
Santidad transmitió sus puntos de vista acerca de la importancia de respetar a
nuestros vecinos, compatriotas, naciones amigas y a toda la humanidad.
Compartió con el auditorio su método para transformar el orgullo en humildad
y la ira en felicidad. Expresó su preocupación por la división entre ricos y
pobres, y acabó pronunciando una oración para que todos los seres encuentren
la felicidad. La transcripción de esa charla en el Central Park constituye la
introducción de este libro.
Rezo para que esta obra ayude a quienes la lean a encontrar la felicidad,
y para que esta se extienda a los demás y consiga abrir las puertas de sus
corazones.
Nicholas Vreeland
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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INTRODUCCIÓN
Central Park, Nueva York, 15 de Agosto de 1999.
Hermanos y hermanas, buenos días. Creo que todos los seres humanos
poseen un deseo innato que les impulsa a buscar la felicidad y evitar el
sufrimiento. También creo que el verdadero propósito de la vida consiste en
experimentar esta felicidad. Creo que todos nosotros tenemos el mismo
potencial para desarrollar la paz interior y alcanzar así esos sentimientos de
alegría; seamos ricos o pobres, educados o analfabetos, blancos o negros,
occidentales u orientales, nuestro potencial es idéntico. Aunque algunos
tengan la nariz más grande y el color de la piel presente ligeras variaciones, en
lo esencial somos físicamente iguales. Las diferencias son irrelevantes. Lo que
importa es nuestro parecido mental y emocional.
Compartimos tanto las emociones conflictivas como aquellas más
beneficiosas que nos traen fuerza interior y tranquilidad. Creo que es
importante que seamos conscientes de la magnitud de nuestro potencial y que
dejemos que crezca la confianza en nosotros mismos. A veces nos empeñamos
en mirar el lado negativo de las cosas y es entonces cuando perdemos la
esperanza. Estoy convencido de que eso es un error.
No tengo ningún milagro que ofreceros. Si alguien posee poderes
milagrosos, yo seré el primero en pedirle ayuda, aunque debo reconocer que
soy bastante escéptico ante aquellos que afirman estar en posesión de este tipo
de dones extraordinarios. Sin embargo, si entrenamos la mente de manera
constante, podremos cambiar nuestras percepciones o actitudes mentales, y
eso hará cambiar nuestras vidas.
Tomar una actitud mental positiva significa disfrutar de la paz interior,
aunque a nuestro alrededor nos rodee la hostilidad. Por otro lado, si nuestra
actitud mental es más negativa
― influida por el miedo, la sospecha, la
desesperación o la autocompasión
―, la felicidad nos esquivará aun cuando
estemos rodeados de nuestros mejores amigos en un ambiente armónico y en
un entorno placentero. Así pues, la actitud mental resulta decisiva para marcar
la diferencia en nuestro estado de felicidad.
Creo que es un error esperar que nuestros problemas puedan resolverse
con dinero o bienes materiales. Resulta poco realista pensar que algo positivo
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pueda surgir desde el exterior y llegar hasta nosotros. No cabe duda de que
nuestra situación material es importante y que nos resulta útil. Sin embargo,
nuestras actitudes mentales, internas, son tanto o más trascendentes para
nuestra felicidad. Debemos aprender a mantenernos alejados de una vida
rebosante de lujos, ya que representa un obstáculo para nuestra práctica.
A veces tengo la sensación de que está de moda entre la gente poner
demasiado énfasis en el desarrollo material, y se olvidan los valores internos.
Debemos, pues, desarrollar un mayor equilibrio entre las inquietudes
materiales y el crecimiento espiritual interior. Creo que es natural que
actuemos como animales sociales. Debemos trabajar para acrecentar y
mantener cualidades como el compartir con los demás o el preocuparnos por
su bienestar. También debemos respetar los derechos de los demás y
reconocer que nuestra felicidad futura depende en gran medida del resto de los
miembros que forman nuestra sociedad.
En mi caso, con dieciséis años perdí la libertad y a los veinticuatro perdí
mi país. He sido un refugiado durante los últimos cuarenta años y he
soportado el peso de grandes responsabilidades. Si miro hacia atrás veo que no
he tenido una vida fácil. Pese a todo, durante esos años he aprendido muchas
cosas acerca de la compasión y de la preocupación por los demás. Esta actitud
mental me ha llenado de fuerza interior. Una de mis oraciones favoritas es:
Hasta que permanezca el espacio,
hasta que permanezcan los seres sintientes, yo permaneceré,
con el fin de ayudar, con el fin de servir,
con el fin de aportar lo que esté en mi mano.
Este estilo de pensamiento implica fuerza interior y confianza. Ha dado
un sentido a mi vida: no importa cuán difíciles o complicadas sean las
situaciones, la paz interior no nos abandonará mientras mantengamos esta
actitud.
De nuevo debo enfatizar el hecho de que todos somos iguales. Si
alguien tiene la impresión de que el Dalai Lama es distinto del resto debo
decirle que se equivoca.
Soy un ser humano, como todos vosotros, con el mismo potencial.
El crecimiento espiritual no tiene por qué estar basado en la fe religiosa.
Hablemos de la ética laica.
Creo que los métodos que sirven para acrecentar el altruismo, la
solidaridad con los demás y el convencimiento de que nuestras necesidades
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individuales son menos importantes que las del prójimo son comunes ala
mayoría de las religiones. Aunque pueden diferir en los puntos de vista
filosóficos y en los ritos tradicionales, el mensaje esencial de todas las
religiones es bastante parecido. Todas abogan por el amor, la compasión y el
perdón, valores humanos básicos cuyas virtudes son apreciadas incluso por
aquellos que no se definen como creyentes.
Puesto que nuestra existencia y bienestar son el resultado de la
cooperación y las aportaciones de otros muchos, debemos desarrollar una
actitud adecuada para relacionarnos con ellos. A menudo tendemos a olvidar
este hecho básico: actualmente, en nuestra moderna economía global, los
límites nacionales son irrelevantes. No solo los países dependen unos de otros,
sino también los continentes. Nuestra interdependencia es cada vez mayor.
Cuando examinamos con atención los múltiples problemas a los que se
enfrenta la humanidad hoy, podemos ver que somos nosotros quienes los
hemos creado. No hablo de los desastres naturales, sino de todos los
conflictos, derramamientos de sangre y problemas surgidos del nacionalismo y
de las barreras que el hombre ha levantado a lo largo de la historia.
Si viéramos el mundo desde el espacio, no advertiríamos en él líneas
marcando el contorno de cada país y separándolo de los demás. Tendríamos
ante los ojos simplemente un pequeño planeta azul. Una vez trazada la línea
sobre la arena empezamos a pensar en términos de «nosotros» y «ellos». A
medida que crece este sentimiento, resulta más duro distinguir la realidad de la
situación. En muchos países africanos, y recientemente también en algunos
países del este de Europa, como en la antigua Yugoslavia, existe ese
nacionalismo estrecho de miras.
En cierto sentido, el concepto de «nosotros» y «ellos» casi ha dejado de
ser relevante, ya que los intereses de nuestros vecinos son también los propios.
Preocuparse por los intereses de los vecinos es en esencia preocuparse por
nuestro futuro. Hoy la realidad es simple. Si hacemos daño al enemigo, nos
herimos a nosotros mismos.
Creo que la evolución de la tecnología, el desarrollo de una economía
global y el gran incremento de la población han dado lugar a un mundo mucho
más pequeño. Sin embargo, nuestras percepciones no han evolucionado al
mismo ritmo: seguimos aferrados a las antiguas divisiones nacionales y a los
viejos sentimientos que se desprenden del «nosotros» y «ellos».
La guerra parece formar parte de la historia de la humanidad. Si
miramos la situación de nuestro planeta en el pasado, los países, las regiones e
incluso los pueblos eran económicamente independientes. En esas
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circunstancias, la destrucción del enemigo suponía una victoria para el
vencedor. Existía una razón para la violencia y para la guerra. Sin embargo,
hoy somos tan interdependientes unos de otros que el concepto de guerra ha
quedado desfasado. Cuando nos enfrentamos a problemas o desacuerdos es
preciso que lleguemos a la solución mediante el diálogo.
El diálogo es el único método apropiado. La victoria unilateral ya no
tiene el menor sentido. Debemos resolver los conflictos en base a un espíritu
de reconciliación, teniendo siempre en mente los intereses de los demás. ¡No
podemos destruir a nuestros vecinos!. Hacerlo solo nos provoca más
sufrimiento. Por lo tanto, creo que el concepto de violencia pertenece al
pasado. La no violencia es el método adecuado.
La no violencia no significa permanecer indiferente ante los problemas.
Por el contrario, es importante comprometerse plenamente. Debemos
comportarnos de un modo que no nos beneficie solo a nosotros. No debemos
dañar los intereses de otros. Por tanto, la no violencia no es meramente la
ausencia de violencia, sino que implica un sentimiento de amor y de
compasión. Es casi una manifestación de compasión. Creo firmemente que
debemos promover ese concepto de la no violencia en el ámbito reducido,
como el familiar, y también a nivel nacional e internacional. Cada individuo
tiene la capacidad de contribuir a esa no violencia compasiva.
¿Cómo llevarlo a cabo?. Podemos empezar por nosotros mismos.
Debemos intentar desarrollar una mayor amplitud de miras y estudiar las
situaciones desde todos los ángulos. Cuando nos enfrentamos a un problema,
lo hacemos desde nuestro punto de vista e incluso deliberadamente hacemos
caso omiso de todos los demás aspectos de la situación. Eso a menudo
comporta consecuencias negativas. Sin embargo, es muy importante para
nosotros abrir el campo de visión.
Debemos llegar a comprender que los otros son también parte de
nuestra sociedad. Podemos pensar en nuestra sociedad como en un cuerpo
compuesto de brazos y piernas. No hay duda de que el brazo es diferente de la
pierna; sin embargo, si le sucede algo al pie, es la mano la que irá en su ayuda.
De la misma forma, cuando parte de la sociedad sufre, la otra parte debe
ayudarla. ¿Por qué?. Porque también forma parte del cuerpo, es parte de
nosotros.
El entorno merece asimismo nuestra atención. Es nuestro hogar, ¡el
único que tenemos!. Oímos a los científicos hablar de la posibilidad de
establecerse en Marte o en la Luna. Si eso resulta factible y sabemos cómo
hacerlo, de acuerdo, pero no puedo negar que albergo mis dudas: solo para
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respirar nos hará falta un complejo equipamiento. Creo que nuestro planeta
azul es hermoso y querido por todos. Si lo destruimos, o si nuestra negligencia
provoca algún daño irreparable, ¿Adónde iremos?. Es por todos nosotros, por
tanto, que debemos cuidar del planeta.
Desarrollar una perspectiva más amplía de nuestra situación y expandir
nuestra conciencia puede suponer todo un cambio en nuestros hogares.
¿Cuántas veces un asunto intrascendente provoca una discusión entre marido y
mujer, o entre padre e hijo?. Si nos empeñamos en mirar solo un aspecto de la
situación, concentrándonos en el problema inmediato, entonces sí merece la
pena discutir y hasta pelearse. ¡Incluso divorciarse!. Sin embargo, si
abordamos la situación desde una perspectiva más amplia, vemos que aunque
existe un problema, también hay un interés común. Podemos pensar: «Es un
pequeño contratiempo que debo resolver mediante el diálogo, no con medidas
más drásticas». A partir de ahí podemos desarrollar una atmósfera no violenta
en nuestra propia familia y también en nuestra comunidad.
Otro de los problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad es el
abismo existente entre ricos y pobres. En este gran país que es Estados Unidos
vuestros antepasados establecieron el concepto de democracia, libertad,
igualdad de derechos y de oportunidades para todos los ciudadanos. Vuestra
maravillosa Constitución los garantiza. Sin embargo, el número de
multimillonarios de este país crece día a día, mientras que los pobres siguen
cada vez más hundidos en la miseria. Globalmente, también vemos naciones
ricas y pobres. Ambos hechos son muy desafortunados. No es solo
moralmente malo, sino que supone en la práctica una fuente de desasosiego y
de problemas que acabará costándonos un alto precio.
He oído hablar de Nueva York desde que era niño. Para mí era
sinónimo del paraíso, una ciudad preciosa. En 1979, cuando estuve aquí por
primera vez, me desperté sobresaltado a media noche por el agudo sonido de
unas sirenas. Algo no iba bien ahí afuera: alguien sufría y necesitaba ayuda.
Uno de mis hermanos mayores, que ya no está entre nosotros, me habló
de sus experiencias en Estados Unidos. Llevó una vida humilde, llena de
problemas y de temores, miedo a los asaltos, a los robos y los ultrajes que los
ciudadanos debían soportar y que son, en mi opinión, el fruto de la
desigualdad económica de esta sociedad. Es natural que esas dificultades
surjan si tenemos que luchar diariamente por la supervivencia mientras que
otro ser humano, igual que nosotros, vive sin esfuerzo una vida lujosa. Esta es
una situación poco saludable, cuyo resultado es una constante ansiedad, que se
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extiende también entre los más afortunados. Repito pues que este abismo que
separa a ricos y pobres constituye un hecho muy desafortunado.
Hace algún tiempo, una adinerada familia de Bombay vino a visitarme.
La abuela tenía una marcada inclinación por la vida espiritual y me pidió
algún tipo de bendición. Mi respuesta fue: «No puedo bendecirla. Carezco de
esa capacidad. Usted pertenece a una familia rica, y eso ya es una gran
fortuna. Es el resultado de sus acciones virtuosas en el pasado. Los ricos son
miembros importantes de esta sociedad. Ha utilizado métodos capitalistas con
el fin de acumular más y más dinero; use ahora métodos socialistas para
ayudar a los pobres en temas de educación y salud». Debemos usar los
métodos dinámicos del capitalismo para hacer dinero y luego distribuirlo de
forma razonable y útil para todos. Desde un punto de vista práctico y ético es
una de las mejores formas de cambiar la sociedad.
En India persiste el sistema de castas; los miembros de la casta más baja
son a veces conocidos como «los intocables». En los años cincuenta, el doctor
Bhimrao Ambedkar, miembro de esta casta y gran abogado que llegó a ser
ministro de Justicia del país y redactor de la Constitución, se hizo budista.
Cientos de miles de personas siguieron su ejemplo. Aunque ya no se
consideran budistas, siguen viviendo en condiciones de extrema pobreza. A
menudo les digo: «Debéis hacer un esfuerzo; tomar la iniciativa con confianza
y lograr el cambio. No podéis limitaros a culpar a los miembros de las castas
superiores de vuestra situación».
Así, a aquellos de vosotros que sois pobres, aquellos que venís de vivir
situaciones difíciles, os exhorto a trabajar duro, a haceros responsables de
vuestro futuro y a utilizar las oportunidades que tenéis a mano. Los ricos
deberían preocuparse más por los pobres, pero estos deberían tomar las
riendas de sus vidas, haciendo acopio de confianza en sí mismos y realizando
el esfuerzo de salir adelante.
Hace unos años, visité a una humilde familia negra en Soweto,
Sudáfrica. Deseaba charlar con ellos en tono informal y preguntarles por su
situación, su forma de ganarse la vida, etc. Comencé hablando con un hombre
que se presentó a sí mismo como profesor. A medida que avanzaba la
conversación, coincidimos en lo mala que es la discriminación racial. Dije que
ahora que la población negra de Sudáfrica había alcanzado los mismos
derechos se abría para ella un amplio abanico de oportunidades que debía
aprovechar dedicando esfuerzos a la educación y trabajando duramente. La
verdadera igualdad estaba por llegar. El profesor me respondió con gran
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tristeza que estaba convencido de que el cerebro de los africanos negros era
inferior. «No podemos igualarnos a los blancos», me dijo.
Me sentí sorprendido y entristecido. Con ese tipo de actitud mental no
habrá forma de transformar la sociedad. ¡Imposible! Por ello me enzarcé en
una discusión con él. «Mi propia experiencia y la de mi pueblo no ha sido muy
distinta a la vuestra
― le dije ―. Si se nos concede la oportunidad, los
tibetanos desarrollaremos una comunidad humana con éxito. Emigramos a
India hace cuarenta años y en este tiempo nos hemos convertido en la
comunidad de refugiados más próspera del país. ¡Somos iguales!.
¡Disponemos del mismo potencial!. ¡Todos somos seres humanos!. La
diferencia está solo en el color de la piel. Debido a la discriminación que
habéis sufrido durante años, vuestras oportunidades se han visto reducidas,
pero esencialmente vuestra capacidad es idéntica».
Finalmente, con lágrimas en los ojos, me respondió en un susurro:
«Ahora creo que somos iguales. Somos humanos, partimos de la misma base
potencial».
Me embargó una gran sensación de alivio. Sentí que, transformando la
mente de un individuo, ayudándole a desvelar la confianza en sí mismo, había
contribuido de alguna forma a crear un futuro más brillante para él y para su
pueblo.
La confianza en uno mismo es muy importante. ¿Cómo alcanzarla?.
Ante todo debemos tener en mente que todos somos iguales y tenemos, por
tanto, las mismas capacidades. Si nos dejamos invadir por el pesimismo y nos
convencemos de que no podemos salir adelante, no seremos capaces de
evolucionar. El pensamiento de que no podemos competir con los otros
constituye el primer paso hacia el fracaso.
Por tanto, la competitividad entendida de forma correcta, sincera, sin
perjudicar a nadie, haciendo uso de nuestros propios derechos legales, es la
forma adecuada de progresar. Este gran país proporciona todas las
oportunidades necesarias.
Aunque para nosotros es importante afrontar la vida con confianza en
nuestras posibilidades, también debemos permanecer alerta para distinguir
entre la arrogancia negativa y el orgullo positivo. Eso también forma parte del
entrenamiento mental. En la práctica, cuando se apodera de mí un sentimiento
de arrogancia, «¡Oh, soy alguien especial!», me digo a mí mismo: «Es cierto
que soy un ser humano y un monje budista. Por tanto, tengo la oportunidad de
llegar hasta el reino del Buda a través del sendero espiritual». Luego me
comparo con algún insecto que tenga delante de mí y pienso: «Este pequeño
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insecto es un ser muy débil, carece de la capacidad de discernimiento sobre
asuntos filosóficos. Es incapaz de demostrar altruismo. A pesar de la
oportunidad que tengo ante mí, exhibo su misma estupidez». Juzgándome
desde este punto de vista, el insecto es definitivamente mucho más honesto y
sincero que yo.
A veces, cuando conozco a alguien y me considero un poco mejor que
esa persona, busco en ella alguna cualidad positiva. Tal vez tenga un bonito
pelo. Entonces pienso: «Estoy calvo..., ¡así que en ese aspecto es mucho mejor
que yo!». Siempre podemos encontrar cualidades en los demás, y este hábito
nos sirve para contrarrestar los efectos del orgullo o la arrogancia.
Otras veces perdemos la esperanza; nos desmoralizamos pensando que
somos incapaces de hacer algo. En tales momentos debemos recordar el
potencial que tenemos y la oportunidad que está ante nosotros para lograr el
éxito.
Al reconocer que la mente es maleable, podemos llegar a un cambio de
actitud usando diferentes procesos de pensamiento. Si nos comportamos de
manera arrogante, podemos usar el método de pensamiento que acabo de
describir. Si estamos abrumados por un sentimiento de desesperanza o
depresión resultará muy útil aferrarse a cualquier oportunidad que mejore
nuestra situación.
Las emociones humanas son muy poderosas y a veces tienen la virtud
de anonadarnos hasta límites desastrosos. Otra práctica importante en el
entrenamiento mental implica el distanciarnos de esas fuertes emociones antes
de que estas se manifiesten. Por ejemplo, cuando nos sentimos enojados o
dominados por el resentimiento, podemos pensar: «Sí, ahora la ira me está
trayendo más energía, más decisión, reacciones más firmes». Y, sin embargo,
cuando la observamos de cerca, podemos ver que esa energía que surge de
emociones negativas es esencialmente ciega. Nos damos cuenta de que, en
lugar de comportar un progreso, lo que implica es un montón de repercusiones
desgraciadas. Dudo de que esa energía sea realmente útil. En su lugar,
deberíamos analizar la situación con suma atención, y entonces, con claridad y
objetividad, decidir cuáles son las medidas oportunas. La convicción «debo
hacer algo» puede dotarte de un poderoso sentimiento de propósito. Eso, creo,
constituye la base de una energía más sana, más útil y más productiva.
Si alguien nos trata de forma injusta, nuestro primer paso debe ser
analizar la situación. Si creemos que podemos soportar la injusticia, si las
consecuencias negativas de hacerlo no son demasiado grandes, creo que lo
mejor es aceptarla. Sin embargo, si llegamos a la conclusión, a través de un
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proceso mental claro y objetivo, de que dicha aceptación conllevaría
consecuencias negativas insoportables, debemos enfrentarnos a ella con las
medidas adecuadas. Esta conclusión debería alcanzarse a partir de un análisis
claro de la situación y no como resultado de un arranque de ira. Creo que la ira
y el odio nos producen más daño que la persona causante del problema.
Imaginémonos que nuestro vecino nos odia y siempre nos crea
problemas. Si perdemos los estribos y dejamos que nos domine el odio hacia
él, nuestra digestión se verá afectada o nos atacará el insomnio y tendremos
que recurrir a tranquilizantes y somníferos en dosis cada vez mayores que
acabarán dañando nuestro cuerpo. También nuestro humor cambiará: como
resultado, los viejos amigos ya no irán a vernos. Las canas teñirán nuestros
cabellos de gris y las arrugas envejecerán nuestro rostro, y finalmente
deberemos enfrentarnos a problemas de salud más serios. Con todo esto,
nuestro vecino se sentirá realmente feliz. ¡Sin habernos infligido el menor
daño físico, se habrá salido con la suya!.
Si, pese a todas sus tropelías, nos mantenemos serenos, contentos y
pacíficos, nuestra salud se conservará fuerte, seguiremos siendo personas
alegres y nuestros amigos seguirán yendo a nuestra casa. Nuestra vida se
volverá más satisfactoria, y eso acabará inquietando a nuestro vecino. No
bromeo cuando afirmo que este es el mejor modo de hacerle daño. En este
campo tengo bastante experiencia: excepto en ciertas circunstancias muy
desafortunadas, suelo conservar la tranquilidad y la paz mental. Estoy
firmemente convencido de su utilidad; no debemos considerar la tolerancia y
la paciencia como un signo de debilidad. Para mí, son símbolos de fuerza.
Cuando nos enfrentamos al enemigo, a una persona o a un grupo que
desea hacernos daño, podemos tomarlo como una oportunidad inmejorable
para desarrollar la paciencia y la tolerancia. Necesitamos estas cualidades, nos
son útiles, y la única ocasión que tenemos para nutrirlas se produce cuando
nos desafía un enemigo. Así pues, desde este punto de vista, nuestro enemigo
es a la vez nuestro gurú, nuestro maestro. Dejando a un lado sus motivos,
desde nuestro punto de vista los enemigos son una bendición.
En general, los períodos difíciles de la vida nos proporcionan las
mejores oportunidades para alcanzar provechosas experiencias y desarrollar
nuestra fuerza interior. Si hablamos de Estados Unidos, los miembros de la
generación más joven que llevan una vida fácil y cómoda a menudo tienen
dificultades en superar los obstáculos más pequeños. Su reacción inmediata es
comenzar a gritar. Resulta útil reflexionar sobre las duras condiciones que sus
antepasados tuvieron que soportar, tanto en Europa como en América.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
17
Uno de los peores errores de esta sociedad es el rechazo de las personas
que han cometido algún delito: los prisioneros, por ejemplo. El resultado es la
pérdida de la esperanza en esas personas; pierden el sentido de la
responsabilidad y de la disciplina. Las consecuencias: mayores tragedias,
mayor sufrimiento y mayor infelicidad para todos. Creo que es importante que
esas personas reciban de nosotros un mensaje claro: «Vosotros también sois
parte de esta sociedad. También tenéis un futuro. Sin embargo, debéis
enmendar los errores o acciones negativas y no volver a cometerlas. Debéis
llevar una vida responsable como buenos ciudadanos».
Me entristece también el rechazo a que se ven sometidos otros
colectivos, como es el caso de los enfermos de sida. Encontrarnos con un
grupo social que se halla hundido en una situación especialmente desdichada
supone una buena oportunidad para ejercitar nuestro sentimiento de
preocupación, de cariño y de compasión. No obstante, a menudo digo a la
gente: «Mi compasión no es más que una palabra vacía. ¡La difunta madre
Teresa sí que aplicó la compasión a su vida!».
Tendemos a olvidarnos de la gente que sufre situaciones de miseria.
Cuando recorro India en tren, veo la cantidad de mendigos y vagabundos que
pueblan las estaciones. Veo cómo la gente no les presta atención e incluso se
mete con ellos. En ocasiones no puedo evitar las lágrimas. ¿Qué se puede
hacer?. Creo que todos deberíamos desarrollar la actitud acertada cuando nos
encontramos ante situaciones de tanta miseria.
También intuyo que un exceso de apego a las personas y las cosas no
puede ser positivo. Muchas veces advierto que mis amigos occidentales
consideran el apego como algo muy importante, como si sin él sus vidas
carecieran de color. Creo que debemos trazar una línea entre el deseo
negativo, o apego, y la cualidad positiva del amor que desea la felicidad del
otro. El apego es una emoción sesgada; reduce la amplitud de nuestra mente
hasta impedirnos percibir con claridad la situación real, y en última instancia
nos provoca problemas innecesarios. Al igual que otras emociones negativas
como la ira y el odio, el apego tiene un carácter destructivo. Deberíamos
intentar ser más neutros, y esto no significa carecer de sentimientos o ser
totalmente indiferente. Podemos reconocer lo que es bueno y lo que es malo;
por tanto, deberíamos esforzarnos en librarnos de lo malo y poseer o aumentar
las reservas de lo bueno.
Existe una práctica budista en la que uno se imagina dando alegría y
proporcionando la fuente de toda alegría a otras personas, y que de este modo
elimina todo su sufrimiento. Aunque es obvio que no podemos cambiar su
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
18
situación, presiento que, en algunos casos, a través de un sentimiento genuino
de cariño y de compasión, a través de nuestro compartir sus apuros, nuestra
actitud puede aliviar en parte ese sufrimiento, al menos mentalmente. Sin
embargo, el punto principal de esta práctica es aumentar nuestra fuerza y
nuestro coraje interior.
He escogido unos versos que creo que resultarán aceptables para
personas de cualquier culto, e incluso para aquellas que no se adscriben a
ninguna religión. Si es practicante, al leer estos versos podrá reflexionar sobre
la forma divina ala que adora. Un cristiano pensará en Jesús o en Dios, un
musulmán pensará en Alá. Entonces, mientras recite estos versos,
comprométase a aumentar los valores espirituales. Si no es religioso, puede
reflexionar sobre el hecho de que, fundamentalmente, todos los seres
comparten con nosotros sus deseos de felicidad y de superar el sufrimiento. Al
reconocerlo, pronuncie el deseo de llegar a tener buen corazón. Eso es lo más
importante: la calidez de nuestro corazón. Puesto que formamos parte del
género humano, es importante ser una persona amable y buena.
Que el pobre consiga riqueza,
que los apenados encuentren la alegría.
Que el abandonado halle una nueva esperanza,
prosperidad y una estable felicidad.
Que el asustado deje de temer,
y que los esclavos sean libres.
Que los débiles encuentren la fuerza,
y que la amistad una sus corazones.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
19
I
EL DESEO DE FELICIDAD
Espero que esta pequeña obra aporte al lector una visión básica del
budismo y de algunos de los métodos clave que han sido utilizados por sus
seguidores a lo largo de la historia con el fin de cultivar la compasión y la
sabiduría. Los métodos que se discutirán en los capítulos siguientes han sido
extraídos de tres textos sagrados del budismo. Kamalashila fue un hindú que
colaboró enormemente en el desarrollo y la definición de la práctica del
budismo en el Tíbet. El libro segundo de su obra, Las etapas de la meditación,
contiene la esencia de todo el budismo. También he recurrido en la
preparación de este libro a las obras de Togmay Sangpo y Langri Tangpa, Las
treinta y siete prácticas de los bodhisattva y Ocho versos para entrenar la
mente. Me gustaría enfatizar que no es necesario ser budista para beneficiarse
de las técnicas de meditación. De hecho, las técnicas no llevan en sí mismas la
iluminación ni a poseer un corazón abierto y compasivo. Eso depende de
nosotros y del esfuerzo y motivación que apliquemos a las prácticas
espirituales.
El propósito de la práctica espiritual es satisfacer el deseo de felicidad.
Todos somos iguales en el deseo de ser felices y de superar el sufrimiento, y
creo que todos compartimos el derecho de realizar esta aspiración.
Cuando examinamos la felicidad que buscamos y el sufrimiento que
deseamos evitar, lo más evidente son los sentimientos placenteros o
desagradables que se desprenden de nuestras experiencias sensoriales: sabores,
olores, texturas, sonidos y formas que percibimos a nuestro alrededor. Existe,
sin embargo, otro nivel de experiencia. La verdadera felicidad debe
perseguirse también a un nivel mental.
Si comparamos los niveles mental y físico de la felicidad, nos
encontramos con que las experiencias de dolor y placer que tienen lugar en la
mente son en realidad mucho más poderosas. Por ejemplo, si nos sentimos
deprimidos o si algo nos inquieta profundamente, ya podemos hallarnos en un
entorno agradable que apenas advertiremos su belleza o comodidad. Por otro
lado, si disfrutamos de una absoluta felicidad mental, nos resulta mucho más
fácil enfrentarnos a los desafíos que nos plantea la adversidad. Esto viene a
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
20
sugerir que las experiencias de dolor y placer que proceden de pensamientos o
emociones tienen un poder mayor que las que percibimos a nivel sensorial.
Cuando analizamos nuestras experiencias mentales reconocemos que
estas emociones poderosas que poseemos (tales como el deseo, el odio y la
ira) tienden a comportar una felicidad meramente pasajera y superficial. Los
deseos realizados pueden proveernos de una sensación de satisfacción
temporal: el placer que experimentamos al adquirir un nuevo coche o una
nueva casa es, normalmente, breve. Si nos entregamos a nuestros deseos, estos
tienden a aumentar en intensidad y a multiplicarse en número. Nos
convertimos en seres más exigentes y menos realizados, y cada vez nos cuesta
más satisfacer nuestras necesidades. Desde un punto de vista budista, el odio,
el deseo y la ira son emociones aflictivas, lo que quiere decir que nos causan
incomodidad. Incomodidad que surge de la intranquilidad mental que sigue a
la expresión de dichas emociones. Un estado constante de desasosiego mental
puede llegar a provocar consecuencias físicas en nuestro cuerpo.
¿De dónde proceden esas emociones?. De acuerdo con la visión del
mundo propugnada por el budismo, sus raíces deben buscarse en hábitos
cultivados en el pasado. Creemos que nos han acompañado a esta vida desde
existencias anteriores, en las que experimentamos y nos abandonamos a
emociones similares. Si nos dejamos dominar por ellas, crecerán y ejercerán
cada día mayor influencia sobre nosotros. La práctica espiritual es, por tanto,
el proceso de suavizar esas emociones y disminuir su fuerza. La felicidad
última implica su absoluta eliminación.
También poseemos una red de patrones de respuesta mental que ha sido
deliberadamente formada, establecida por medio de la razón o como resultado
del condicionamiento natural. La ética, la ley y las creencias religiosas son
ejemplos de cómo nuestra conducta puede ser canalizada por exigencias
externas. Inicialmente, las emociones positivas derivadas del cultivo de
nuestras cualidades más elevadas tal vez sean débiles, pero podemos
reforzarlas mediante nuestra familiarización con ellas, haciendo que nuestra
experiencia de felicidad y satisfacción interior sea más poderosa que la de una
vida abandonada a las emociones meramente impulsivas.
Disciplina Ética y Comprensión de Cómo son las Cosas
Si examinamos con mayor atención nuestras emociones y pensamientos
más impulsivos, hallamos que, además de enturbiar nuestra paz mental,
tienden a implicar «proyecciones mentales». ¿Qué significa eso exactamente?.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
21
Las proyecciones son las causantes de la poderosa interacción emocional que
se establece entre nosotros y los objetos externos: las personas o las cosas que
deseamos. Por ejemplo, cuando nos sentimos atraídos por algo tendemos a
exagerar sus cualidades, viéndolo como si fuera ciento por ciento bueno o
ciento por ciento deseable, y nos embarga una añoranza por el objeto de
nuestro deseo. Una proyección exagerada podría llevarnos a creer que un
ordenador nuevo, más equipado, podría satisfacer todas nuestras necesidades y
resolver todos nuestros problemas.
De la misma forma, si consideramos que algo es indeseable tendemos a
distorsionar sus cualidades de acuerdo con nuestra creencia. Una vez hemos
puesto los ojos en el ordenador nuevo, nuestro viejo aparato que tan bien nos
ha servido durante años comienza a presentar aspectos cuestionables y a
adquirir más y más deficiencias. Nuestras interacciones con este ordenador
van quedando contaminadas por esas proyecciones. Eso es tan cierto para las
personas como para las posesiones materiales. Un jefe difícil o un socio con
quien no congeniamos son percibidos como poseedores de un carácter
imperfecto. Pronunciamos opiniones similares sobre objetos que no se avienen
a nuestros gustos aunque sean perfectamente aceptables para otros.
Si contemplamos el modo en que proyectamos nuestras opiniones
― ya
sean positivas o negativas
― sobre las personas, objetos o situaciones,
podemos empezar a apreciar que las emociones y pensamientos más
razonados están mucho más centrados en la realidad. Eso es así porque cuanto
más racional es un proceso menos probable es que se vea influido por las
proyecciones. Ese estado mental refleja con mayor fidelidad cómo son las
cosas en realidad, es decir, la verdadera situación. Por lo tanto, creo que
cultivar un entendimiento correcto de cómo son las cosas es un factor crucial
en nuestra búsqueda de la felicidad.
Exploremos cómo aplicar esto a nuestra práctica espiritual. Si deseamos
desarrollar la disciplina ética, por ejemplo, tenemos que comprender primero
el valor de comprometerse en una conducta moral. Para los budistas, un
comportamiento ético es aquel que evita las diez acciones no virtuosas.
Existen tres tipos de acciones no virtuosas: las realizadas por el cuerpo, las
expresadas por el habla, y los pensamientos no virtuosos, que habitan en la
mente. Evitamos los tres actos no virtuosos del cuerpo, que son matar, robar y
la mala conducta sexual; los cuatro del habla: el discurso falso, con ánimo de
dividir, ofensivo o carente de sentido, y los de la mente: la codicia, la malicia
y los prejuicios.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
22
Podemos advertir que evitar tales actos solo resulta posible una vez
hemos reconocido las consecuencias que provocan. Por ejemplo, ¿Qué hay de
malo en hablar sin pensar?. ¿Cuáles son las consecuencias de entregarse a
ello?. Primero debemos reflexionar sobre la forma en que el cotilleo fácil nos
lleva a criticar al prójimo, además de suponer una pérdida de tiempo y
dejarnos insatisfechos.
Después consideraremos la actitud que tenemos hacia las personas que
suelen cotillear sobre los demás: difícilmente despertarán nuestra confianza o
recurriremos a ellas en busca de consejo. Quizá podamos pensar en otros
aspectos desagradables de esta conducta. Esta reflexión nos ayuda a
refrenarnos cuando nos sentimos tentados de criticar. Este análisis elemental
es, creo, el modo más efectivo de provocar los cambios fundamentales que
requiere nuestra búsqueda de la felicidad.
Las Tres Joyas del Refugio
Desde el principio del camino del budismo es importante conectar la
comprensión de la verdadera realidad con nuestra conducta espiritual, ya que
es a través de esta relación que nos definimos como seguidores del Buda. Un
budista es alguien que busca su último refugio en el Buda, en su doctrina
conocida como el dharma, y en el sangha, la comunidad espiritual que actúa
de acuerdo con esa doctrina. Se conocen como las tres joyas del refugio. Para
que nosotros tengamos la voluntad de buscar refugio en las tres joyas, primero
debemos reconocer la insatisfacción que nos produce nuestra condición actual
en la vida; debemos ser conscientes de su naturaleza desdichada. Basándonos
en un reconocimiento profundo y verdadero de esta verdad, desearemos de
forma natural cambiar nuestra condición y poner punto final a nuestro
sufrimiento. Estaremos, pues, motivados para buscar un método mediante el
cual llegar a ello. En este método, percibimos la necesidad de encontrar un
puerto o un cobijo donde resguardarnos de la desdicha que deseamos dejar
atrás. Dicho de otro modo, el refugio planteado por el budismo es una
protección del sufrimiento que queremos evitar. El Buda, el dharma y el
sangha nos ofrecen ese refugio y suponen, por lo tanto, la posibilidad de
curarnos de ese dolor. Es en ese sentido que un budista busca refugio en las
tres joyas.
Antes de buscar refugio del sufrimiento, primero debemos profundizar
en nuestra comprensión de su naturaleza y las causas que lo ocasionan.
Hacerlo intensifica nuestro deseo de protección. Ese proceso mental, que
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
23
incluye el estudio y la contemplación, debe aplicarse también para desarrollar
nuestra apreciación de las cualidades del Buda. Eso nos conduce a valorar el
método mediante el cual él alcanzó esas cualidades: su doctrina, el dharma. De
ella nace el enorme respeto que sentimos hacia el sangha, los practicantes
comprometidos en la aplicación del dharma. En consecuencia, nuestra
sensación de respeto por este refugio se intensifica, al igual que nuestra
determinación de comprometernos en la práctica espiritual diaria.
Como budistas, cuando nos refugiamos en la doctrina del Buda, la
segunda de las tres joyas, lo que hacemos es cobijarnos tanto en la
anticipación de un estado de liberación del sufrimiento como en el camino o
método por el que alcanzaremos dicho estado. Este camino, el proceso de
aplicar esta doctrina a través de la práctica espiritual consciente, es conocido
como el dharma. El estado de libertad del sufrimiento también recibe el
mismo nombre, ya que es el resultado directo de la aplicación de la doctrina
del Buda.
A medida que crecen la comprensión y la fe en el dharma, vamos
desarrollando un mayor aprecio por el sangha, el grupo de individuos, pasados
y presentes, que han alcanzado tales estados de liberación del sufrimiento.
Gracias a ellos podemos concebir la posibilidad de un ser que ha llegado a la
liberación absoluta de los aspectos negativos de la mente: el Buda. El aprecio
por el Buda, el dharma y el sangha
― las tres joyas que constituyen nuestro
refugio
― crece de la misma forma que nuestro reconocimiento de la
naturaleza desdichada de la vida. Eso intensificará nuestra búsqueda de su
protección.
Justo en el inicio del camino del budismo, nuestra necesidad de
protección de las tres joyas puede, como mucho, ser intuida desde una
perspectiva intelectual, especialmente para aquellos que no han crecido en un
marco religioso. Dado que las tres joyas tienen su equivalente en otras
tradiciones, a menudo reconocer su valor resulta más fácil para las personas
que ya tienen fe.
Abandonar una Existencia Cíclica
Una vez hemos reconocido el estado desdichado en que nos hallamos
inmersos, el sufrimiento generalizado que nos infligen emociones aflictivas
como el apego y la ira, desarrollamos un sentido de frustración y disgusto por
nuestra situación actual. Este, a su vez, nutre el deseo de liberarnos del estado
mental en que nos hallamos inmersos, ese ciclo infinito lleno de desdicha y
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
24
decepción. Cuando nuestro interés se centra en los demás, en nuestro deseo de
liberarlos de su desdicha, entonces hablamos de compasión. La compasión
aparece cuando nos centramos en los demás, en nuestro deseo de liberarlos de
su desdicha. Sin embargo, solo habiendo llegado a reconocer nuestro propio
estado de sufrimiento y desarrollado el deseo de salir de él podemos tener la
voluntad sincera de liberar a otros de su desdicha. El compromiso con nuestra
propia liberación del lodo de esta existencia cíclica debe haber sucedido para
que sea posible alcanzar la verdadera compasión.
Antes de renunciar a esa existencia cíclica, lo primero que debemos
reconocer es que todos estamos destinados a morir. Nacemos con la semilla de
nuestra propia muerte. Desde el instante de nuestro nacimiento vamos
acercándonos a esta cita inevitable. También debemos considerar que el
momento de nuestra muerte es incierto. La muerte no esperará a que aseemos
nuestra vida: llega sin avisar. En el momento de nuestra muerte, los amigos y
la familia, las preciadas pertenencias que hemos ido acumulando
meticulosamente durante nuestra vida, carecen de todo valor. Ni siquiera este
precioso cuerpo, el vehículo en el mundo material, nos sirve de nada. Tales
pensamientos nos ayudan a reducir las preocupaciones que nos afectan en la
existencia actual y comienzan a proveernos del terreno necesario para una
comprensión compasiva de las dificultades que tienen los otros para huir de
sus inquietudes egoístas.
No obstante, resulta crucial advertir el inmenso valor inherente a la
existencia humana, la oportunidad y el potencial que nos proporcionan
nuestras breves vidas. Solo los humanos disfrutamos de la oportunidad de
realizar cambios. Los animales pueden aprender los trucos más sofisticados y
nadie niega el gran valor que poseen en nuestra sociedad, pero su limitada
capacidad mental no les permite comprometerse en la virtud ni experimentar
un verdadero cambio en su existencia. Estas ideas nos inducen a dar un
auténtico sentido a nuestra vida humana.
Amigos Espirituales, Guía Espiritual
Además de la meditación, también es de gran importancia vivir de
manera responsable. Debemos evitar las influencias de malas compañías,
amigos insatisfactorios que pueden desviarnos del camino. No siempre es fácil
juzgar a los demás, pero sí podemos ver que ciertos estilos de vida nos apartan
de la honestidad. Una persona amable y bondadosa puede caer fácilmente en
el mal camino por culpa de unos amigos de moral dudosa. Debemos tener
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
25
cuidado y evitar tales influencias negativas y cultivar la amistad con personas
leales que nos ayuden a dar sentido y significado a nuestra vida.
Siguiendo con el tema de la amistad, debo señalar la enorme
importancia de la figura de nuestro maestro espiritual. Resulta crucial que la
persona de la que aprendemos posea las cualidades suficientes. En términos
convencionales, buscamos siempre un maestro que posea conocimientos de la
materia que deseamos estudiar. Un físico brillante no tiene por qué ser capaz
de enseñar filosofía. Un maestro espiritual debe poseer los conocimientos que
queremos aprender. La fama, la riqueza y el poder no son méritos que deban
tenerse en cuenta en un maestro espiritual. Tenemos que asegurarnos de que
posee sabiduría espiritual, conocimiento de la doctrina que él o ella va a
enseñar, además de haber extraído una buena dosis de experiencias prácticas
de la aplicación de la doctrina y de la vida en general.
Desearía enfatizar que es responsabilidad nuestra asegurarnos de que la
persona que va a enseñarnos es la más adecuada. No podemos depender de los
consejos ajenos ni de lo que alguien afirme de sí mismo. Con el fin de
investigar apropiadamente las cualidades de nuestro futuro maestro, primero
debemos saber algo sobre las cuestiones fundamentales del budismo, así como
estar seguros de qué títulos debe poseer ese maestro. Deberíamos escuchar
objetivamente a esa persona y observar cómo se comporta durante un cierto
período de tiempo. Solo así podemos decidir si está preparada para guiarnos
en el camino espiritual.
Se dice que deberíamos estar dispuestos a examinar a un maestro
durante doce años para asegurarnos de su verdadera capacidad, y no creo que
sea tiempo perdido. Al contrario, cuanto más claras veamos sus cualidades,
más valioso será para nosotros. Si nos dejamos dominar por un impulso y nos
confiamos a cualquiera, los resultados pueden ser desastrosos. De forma que
debemos tomarnos tiempo para observar a nuestros futuros maestros, ya sean
budistas o pertenecientes a cualquier otra fe.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
26
II
LA MEDITACIÓN, UN INICIO
A lo largo de este capítulo exploraremos las técnicas para cambiar
nuestros hábitos mentales por otros más virtuosos. En este empeño podemos
usar dos métodos de meditación: por un lado, la meditación analítica, la vía
mediante la cual nos familiarizamos con nuevas ideas y actitudes mentales, y,
por otro, la meditación contemplativa, que centra la mente en el objeto
elegido.
Aunque todos aspiramos de forma natural a ser felices y deseamos
superar nuestra desdicha, el dolor y el sufrimiento siguen ahí. ¿Por qué?. El
budismo enseña que, en realidad, somos nosotros quienes influimos en las
causas y circunstancias que generan nuestra infelicidad, resistiéndonos a
menudo a realizar actividades que podrían conllevar una felicidad más
duradera. ¿Cómo puede ser?. En nuestra vida diaria nos dejamos llevar por
poderosos pensamientos y emociones, lo que, a su vez, da pie a estados
mentales negativos. Este círculo vicioso se encarga de perpetuar no solo
nuestra infelicidad sino también la de los demás. Tenemos que hacernos el
firme propósito de modificar esas tendencias y reemplazarlas por otras. Como
una rama joven de un árbol viejo que acabará absorbiendo la vida de ese árbol
y creando un nuevo ser, debemos nutrir nuestras inclinaciones cultivando
deliberadamente prácticas virtuosas. Este es el verdadero significado y
objetivo de la meditación.
Contemplar la dolorosa naturaleza de la vida, estudiar los métodos con
los que poner fin a nuestra desdicha constituye una forma de meditación. Este
libro es una forma de meditación. Cuando hablamos de meditación nos
referimos al proceso mediante el cual transformamos nuestra actitud más
instintiva, ese estado mental que solo pretende satisfacer el deseo y evitar el
malestar. Tendemos a dejar que la mente nos controle y nos conduzca por su
egocéntrico camino. La meditación es el proceso que nos permite aumentar
nuestro control sobre la mente y guiarla en una dirección más virtuosa.
Podemos considerarla una técnica por la que disminuimos la fuerza de los
antiguos hábitos de pensamiento y desarrollamos otros nuevos. Gracias a ella
nos protegemos de aquellas actitudes de pensamiento, palabra o acción que
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
27
nos provocan el sufrimiento. La meditación constituye la base de nuestra
práctica espiritual.
Esta técnica no es exclusiva del budismo. De la misma forma que un
músico entrena las manos, un atleta los reflejos, un lingüista el oído y un
filósofo la percepción, nosotros dirigimos nuestra mente y nuestro corazón.
Por tanto, familiarizarnos con los distintos aspectos de la práctica
espiritual es ya una forma de meditación, aunque para obtener algún beneficio
es necesario ir más allá de una simple lectura. Si está interesado en ello,
recuerde lo que hicimos en el capítulo anterior con las consecuencias
negativas derivadas de hablar sin pensar: primero vimos el abanico de
conductas que implicaba y luego las investigamos más a fondo para
comprenderlas mejor. Cuanto más explore un tema sometiéndolo a un
exhaustivo escrutinio mental, más profundamente llegará a comprenderlo.
Esto le permitirá juzgar su validez. Si a través del análisis concluye que algo
no le resulta válido, apártelo de usted. Sin embargo, si llega a la conclusión
objetiva de que es cierto, notará que la fe en esa verdad toma una dimensión
mucho más sólida. Este proceso de búsqueda y escrutinio debe tomarse como
una forma de meditación.
El propio Buda dijo: «Oh monjes y sabios, no aceptéis mis palabras
únicamente por respeto hacia mí. Debéis someterlas a un análisis crítico y
aceptarlas solo cuando vuestro entendimiento os aconseje hacerlo». Esta
excelente frase posee múltiples implicaciones. Está claro que el Buda nos está
diciendo que cuando leemos un texto no debemos confiar solo en la fama de
su autor sino en el contenido. Y que, al tratar de captar ese contenido,
deberíamos atender más al significado que al estilo literario. Por lo que
respecta al tema en cuestión, debemos fiarnos más de nuestra comprensión
empírica que de nuestra capacidad intelectual. En otras palabras, debemos
desarrollar un conocimiento del dharma que trascienda al puramente
académico. Debemos integrar las verdades de las enseñanzas del Buda en las
profundidades de nuestro ser de manera que queden reflejadas en nuestras
vidas. La compasión sirve de bien poco si permanece solo como una idea y no
se convierte en una actitud hacia los otros que imprime su huella en todos
nuestros pensamientos y acciones. Del mismo modo, el simple concepto de
humildad no hace que la arrogancia disminuya, sino que debe convertirse en el
estado habitual del ser.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
28
Familiarizarse con el Objeto Elegido
La palabra tibetana que designa a la meditación es gom, que significa
«familiarizarse». Cuando usamos la meditación en nuestro camino espiritual,
lo que hacemos es familiarizarnos con un objeto elegido; un objeto que no
tiene por qué ser una cosa física, ni una imagen del Buda o de Jesús en la cruz.
Puede tratarse de una cualidad mental, como la paciencia, que queremos
cultivar mediante la meditación contemplativa, o el movimiento rítmico de la
respiración en el que nos concentramos para serenar nuestra mente inquieta o
simplemente la claridad y el conocimiento
― la conciencia ―, con la
intención de comprender su verdadera naturaleza. Todas estas técnicas, que
nos permiten ampliar el conocimiento del objeto elegido, están descritas con
detalle en las páginas siguientes.
Por ejemplo, cuando estamos decidiendo qué coche comprar, leyendo
sobre los pros y los contras de distintas marcas, acabamos desarrollando un
cierto apego por las cualidades de un modelo determinado. A medida que
contemplamos estas cualidades, se intensifica el aprecio que sentimos por ese
coche y aumenta el deseo de poseerlo. Virtudes como la paciencia y la
tolerancia pueden cultivarse de forma parecida: contemplamos las cualidades
que forman la paciencia, la paz mental que nos genera, el entorno armónico
que se crea y el respeto que engendra en los otros. También podemos trabajar
para reconocerlos efectos negativos de la impaciencia, la ira y la falta de
satisfacción que sufrimos a causa de ella, el temor y la hostilidad que provoca
en quienes nos rodean. Si nos esforzamos en seguir esas líneas de
pensamiento, nuestra paciencia evoluciona de forma natural, haciéndose más y
más fuerte cada día, cada mes, cada año. Controlar la mente es un proceso
lento, sin embargo, una vez hemos dominado la paciencia, la satisfacción que
se deriva de ello supera con creces a la que puede proporcionarnos el mejor
coche del mundo.
En realidad, desarrollamos ese tipo de meditación con bastante
frecuencia en nuestra vida cotidiana, aunque somos especialmente hábiles a la
hora de familiarizarnos con las tendencias negativas. Cuando alguien nos
disgusta, somos capaces de fijar nuestra atención en los defectos de esa
persona hasta llegar a formarnos una firme opinión de su cuestionable
naturaleza. Nuestra mente permanece centrada en el «objeto» de la meditación
y nuestra aversión hacia esa persona se intensifica. El proceso se repite cuando
nos concentramos en algo o alguien que nos atrae especialmente: hace falta
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
29
muy poco para mantener nuestra concentración. Resulta más difícil
concentrarse en el cultivo de una virtud, lo que constituye una indicación
certera del abrumador peso que ejercen en nosotros emociones como el apego
y el deseo.
Existen muchas formas de meditación. Algunas no requieren un lugar
especial o una postura física concreta: podemos meditar mientras conducimos
o paseamos, cuando vamos en autobús o en tren, e incluso mientras nos
duchamos. Si deseamos dedicar cierto tiempo a una práctica espiritual más
concentrada, es aconsejable aprovechar las primeras horas del día, ya que es
entonces cuando la mente está en estado de máxima alerta y claridad. Resulta
útil sentarse en un entorno tranquilo con la espalda recta, ya que dicha postura
ayuda a permanecer concentrado. Sin embargo, es muy importante recordar
que debemos cultivar hábitos mentales virtuosos en cualquier momento y
lugar, extendiendo la meditación más allá de las sesiones puramente formales.
Meditación Analítica
Como ya he dicho, hay dos tipos de meditación que pueden usarse a la
hora de contemplar e interiorizar los temas de que trato en este libro. Primero
tenemos la meditación analítica, en la que la familiaridad con un objeto
elegido
― ya sea el coche deseado o la compasión y paciencia que
pretendemos alcanzar
― se cultiva mediante un proceso de análisis racional.
No nos limitamos a concentrarnos en un tema, sino que cultivamos un sentido
de proximidad o empatía con el objeto elegido aplicando en ello nuestras
facultades críticas. Se trata de la forma de meditación que enfatizo cuando
exploramos los diferentes temas que necesitan ser cultivados en la práctica
espiritual. Algunos de esos temas son específicos de la práctica budista y otros
no. En cualquier caso, una vez nos hemos familiarizado con un tema mediante
este tipo de análisis, es importante mantener la concentración en él mediante la
meditación contemplativa con el fin de interiorizarlo con más profundidad.
Meditación Contemplativa
El segundo tipo es la meditación contemplativa. Se produce cuando
concentramos la mente en un objeto sin tratar de analizarlo o reflexionar sobre
él. Cuando meditamos sobre la compasión, por ejemplo, desarrollamos
empatía hacia los otros y nos esforzamos por reconocer el sufrimiento por el
que están pasando. De esto se ocupa la meditación analítica. Sin embargo, una
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
30
vez el sentimiento de compasión se ha alojado en nuestros corazones, una vez
la meditación ha cambiado positivamente nuestra actitud hacia los otros,
permanecemos absortos en ese sentimiento, sin dedicarle reflexión. Esto
ayuda a hacer más honda esa compasión. Cuando sentimos que el sentimiento
se debilita, podemos recurrir de nuevo a la meditación analítica con el fin de
revitalizarlo antes de volver a la meditación contemplativa.
Con el tiempo y la práctica constante aumentará nuestra habilidad de
alternar las dos formas de meditación para intensificar la cualidad deseada. En
el capítulo XI, «La inmanencia serena», examinaremos más a fondo la técnica
para desarrollar la meditación contemplativa hasta el punto de que podamos
mantenernos concentrados en el objeto deseado durante todo el tiempo que
queramos. Como ya he dicho, este «objeto de meditación» no tiene que ser
necesariamente algo que podamos «ver». En cierto sentido, uno funde su
mente con el objeto con el fin de familiarizarse con él. La meditación
contemplativa, como sucede con otras formas de meditación, no es una
práctica virtuosa en sí misma. Es el objeto en el que nos concentramos y la
motivación que nos lleva a hacerlo lo que determina la dimensión espiritual de
este proceso. Si nuestra mente se centra en la compasión, la meditación es
virtuosa; si el esfuerzo se dedica a la ira, no hay en él la menor virtud.
Debemos meditar de forma sistemática, cultivando la familiaridad con
el objeto elegido de forma gradual. Estudiar y atender a los consejos de
maestros cualificados constituye una parte importante de este proceso, ya que
nos permite una reflexión posterior sobre lo que hemos leído o escuchado
encaminada a aclarar cualquier duda, confusión o malentendido. Este mismo
proceso sacude nuestra mente y más tarde, cuando nos concentramos en el
objeto, conseguimos fundirla con él tal y como deseábamos que sucediera.
Es importante que seamos capaces de concentrarnos en temas simples
antes de intentar meditar sobre los aspectos más sutiles de la filosofía budista.
La práctica previa nos ayuda a desarrollar la habilidad necesaria para analizar
y permanecer centrados en temas complejos como antídoto a todo nuestro
sufrimiento, al vacío inherente a la existencia.
Tenemos ante nosotros un largo viaje espiritual. Debemos ser
cuidadosos a la hora de elegir el camino, cerciorarnos de que contiene los
métodos que nos conducen a nuestro objetivo. En ocasiones, el trayecto se
convierte en una escarpada cuesta y debemos saber cómo reducir la velocidad
hasta alcanzar el paso del caracol, mientras nos aseguramos de no olvidar los
problemas del vecino o de ese pez que nada en aguas contaminadas a miles de
kilómetros de distancia.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
31
III
EL MUNDO MATERIAL Y EL MUNDO
INMATERIAL
Hasta el momento hemos discutido sobre lo que el budismo entiende
por práctica espiritual y sobre cómo trabajar para transformar los viejos
hábitos mentales en otros nuevos y más virtuosos. Esto se consigue a través de
la meditación, el proceso de familiarización con las virtudes que causan la
felicidad, que nos permite abrazar dichas virtudes y ver con claridad las
profundas certezas que se mantienen ocultas en nuestra vida cotidiana. Ahora
examinaremos cómo esos estados mentales se generan de forma muy parecida
a la génesis de los objetos del mundo físico.
En el mundo material, las cosas llegan a ser gracias a la acción conjunta
de causas y condiciones. Un brote crece gracias a la semilla, el agua, la luz del
sol y la riqueza del suelo. Sin estos elementos, no se darían las condiciones
necesarias para que la planta germinara y surgiera de la tierra. De la misma
forma, las cosas dejan de existir cuando se dan las circunstancias que
condicionan su fin. Si la materia pudiera evolucionar libre de causas, entonces
o todo se mantendría igual eternamente, ya que las cosas no necesitarían de
causas ni condiciones, o bien nada llegaría jamás a cobrar existencia, pues no
habría modo de que eso pudiera ocurrir. En otras palabras, o bien la planta
existiría sin necesidad de semilla o bien jamás llegaría a existir. Por tanto,
podemos apreciar que la causa es un principio universal.
En el budismo se señalan dos tipos de causas. Primero, las causas
sustanciales. Siguiendo con la misma metáfora, consistirían en la semilla que,
con la cooperación de ciertas condiciones ambientales, genera un efecto que
constituye su continuación natural, es decir, la planta. Las condiciones que
posibilitan que la semilla germine
― agua, luz, suelo y abono ― serían
consideradas causas cooperantes. Que el surgimiento de las cosas depende de
causas y condiciones, ya sean sustanciales o cooperantes, no se debe a la
fuerza de las acciones de la gente ni a las extraordinarias cualidades del Buda.
Las cosas son así, eso es todo.
En el budismo creemos que las cosas inmateriales se comportan de
forma muy parecida a las materiales. Al mismo tiempo, desde un punto de
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vista budista, la habilidad para percibir la materia física no puede constituir la
única base de nuestro conocimiento del mundo. Un ejemplo de cosa inmaterial
sería el concepto de tiempo, que es concomitante con el mundo físico pero al
que no puede dotarse de forma material. También está la conciencia, el medio
por el que percibimos las cosas y experimentamos dolor y placer. La
conciencia no posee una naturaleza física.
Aunque carentes de naturaleza física, nuestros estados mentales también
son el resultado de un conjunto de causas y condiciones, de forma muy
parecida a los objetos que forman el mundo material. Por lo tanto resulta
importante familiarizarse con la mecánica que rige la relación causa efecto. La
causa sustancial de nuestro estado mental actual es el momento mental previo.
Así pues, cada momento de conciencia sirve de causa sustancial para el
momento de conciencia subsiguiente. Los estímulos que percibimos, las
formas visuales de que disfrutamos o los recuerdos a los que reaccionamos,
son las causas cooperantes que contribuyen a conformar la naturaleza de un
estado de la mente. Como sucede con la materia, mediante el control de las
condiciones influimos en el producto: la mente. La meditación sería un
método hábil para ejercer esa influencia aplicando determinadas condiciones a
nuestra mente con el fin de provocar el efecto deseado, alcanzar la virtud.
Eso funciona básicamente de dos formas distintas. Una de ellas se
produce cuando un estímulo o condición cooperante da lugar a un estado
mental de características parecidas. Tendríamos un ejemplo de esta dinámica
cuando la desconfianza que albergamos hacia alguien nos provoca
sentimientos negativos cada vez que pensamos en esa persona. Por otro lado, a
veces un estado mental causa un efecto opuesto: cuando cultivamos la
confianza en nosotros mismos, minimizamos la depresión o la pérdida de la fe
en nuestras capacidades. A medida que reconocemos los efectos de cultivar
distintas cualidades mentales vemos cómo se producen los cambios en nuestro
estado mental. Debemos recordar que es simplemente el modo en que
funciona la mente y podemos utilizar ese mecanismo para incrementar nuestro
crecimiento espiritual.
Como veíamos en el capítulo anterior, la meditación analítica es el
proceso mediante el cual aplicamos y cultivamos determinados pensamientos,
provocando estados mentales positivos que minimizan, y finalmente eliminan,
los negativos. Así es como se usa de forma constructiva el mecanismo causaefecto.
Estoy profundamente convencido de que el cambio espiritual real no
surge solo de la oración o del deseo de que desaparezcan todos los aspectos
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negativos de la mente y florezcan los positivos. Es mediante el esfuerzo
constante, basado en la comprensión de la mente y en cómo interactúan sus
distintos estados emocionales y psicológicos, como conseguimos el progreso
espiritual. Si deseamos disminuir el poder de las emociones negativas, lo que
debemos hacer es localizar las causas que las provocan. Debemos trabajar para
cambiar o arrancar esas causas. Al mismo tiempo, debemos reforzar las
fuerzas mentales que las contrarrestan: sus antídotos. Es así como alguien
consigue la transformación mental mediante la meditación.
¿Cómo lograrlo?. Primero debemos identificar los factores opuestos a
una virtud en concreto. El factor opuesto a la humildad sería el orgullo o la
vanidad, el opuesto a la generosidad sería la mezquindad. Después de
identificar dichos factores, debemos esforzarnos por debilitarlos hasta
reducirlos al mínimo, sin dejar de avivar las llamas de la cualidad virtuosa que
deseamos interiorizar. Cuando nos sentimos más mezquinos es cuando
debemos hacer un mayor esfuerzo para ser generosos; cuando nos sentimos
críticos o impacientes, debemos hacer todo lo posible para ser pacientes.
Cuando reconocemos qué efectos provoca el pensamiento sobre
nuestros estados psicológicos, podemos prepararnos para actuar sobre ellos.
Entonces sabremos cómo equilibrar un determinado estado mental, cómo
reaccionar apropiadamente cuando surge. Cuando percibimos que nuestra
mente deriva hacia la ira cuando pensamos en alguien que nos disgusta,
debemos detenernos y cambiar de estado mental a través de una variación en
el tema. Resulta difícil dejar a un lado la ira a no ser que hayamos entrenado
nuestra mente para reconocer los efectos negativos que esa emoción nos
causará. Es por tanto esencial que empecemos nuestro entrenamiento de la
paciencia en un momento de serenidad, no cuando estamos dominados por la
ira. Debemos recordar en detalle cómo, cuando nos enfadamos, perdemos la
paz mental y la concentración en el trabajo, volviéndonos desagradables para
aquellos que nos rodean. Solo después de una reflexión prolongada y
constante sobre todo ello podremos frenar el sentimiento de la ira.
Un conocido ermitaño tibetano que limitó su práctica a la observación
de la mente dibujaba una marca negra en la pared de su habitación siempre
que se le ocurría un pensamiento poco virtuoso. Tardó poco en tener las
paredes completamente negras; sin embargo, poco a poco, a medida que su
actitud cambiaba, sus pensamientos se volvieron más virtuosos y las marcas
blancas comenzaron a ocupar el lugar de las negras. Esta misma actitud es la
que debemos aplicar en nuestra vida diaria.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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IV
EL KARMA
Nuestro fin último como practicantes del budismo es alcanzar el
iluminado y omnisciente estado de un buda. Para ello necesitamos un cuerpo
humano provisto de una mente sana.
La mayoría de nosotros no damos demasiada importancia al hecho de
ser seres humanos relativamente sanos. En cambio, los textos budistas se
refieren a la existencia humana como algo extraordinario y precioso, el
resultado de una enorme cantidad de virtud, acumulada a lo largo de un
infinito número de vidas. Todo ser humano ha necesitado hacer un gran
esfuerzo hasta conseguir este estado físico. ¿Por qué tiene tanto valor?. Porque
nos ofrece la mayor oportunidad de crecimiento espiritual: la búsqueda de la
felicidad, la propia y la de los otros. Los animales, a diferencia de los
humanos, simplemente carecen de la habilidad de ir en pos de la virtud: son
víctimas de su ignorancia. Por lo tanto, deberíamos valorar este valioso
vehículo humano y hacer todo lo que esté en nuestras manos para asegurarnos
de renacer en forma de seres humanos en la próxima vida. Aunque
continuemos aspirando a alcanzar la iluminación absoluta, deberíamos
reconocer que el camino hacia el estado del buda es largo e implica una
preparación conveniente en tramos más cortos.
Como ya hemos visto, para asegurarnos el renacimiento como seres
humanos con el potencial para desarrollar la práctica espiritual, primero
debemos seguir el camino de la ética. Eso, de acuerdo con la doctrina del
Buda, se traduce en evitar las diez acciones no virtuosas. Cada una de estas
acciones provoca sufrimiento en mayor o menor grado. Para reforzar aún más
nuestro propósito de no caer en ellas, debemos comprender el funcionamiento
de la ley de causa y efecto, también conocida como karma.
El concepto de karma, que significa «acción», se refiere a un acto que
realizamos pero también a sus repercusiones. Cuando hablamos del karma de
matar, el acto en sí mismo sería arrebatar la vida de otro. Las consecuencias de
este acto, también parte del karma de matar, son el sufrimiento que causa a la
víctima así como a los que aman a ese ser y dependen de él. El karma de este
acto también incluye ciertos efectos sobre el propio asesino, que no se limitan
a esta vida. En realidad, el efecto de un acto no virtuoso crece con el tiempo,
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de manera que el impulso de un asesino despiadado que no duda en acabar con
la vida de otro ser humano comenzó en una vida pasada en forma de un simple
desprecio por las vidas de otros, que le llevaba a considerarlos meros insectos.
Es improbable que la reencarnación inmediata de un asesino sea en
forma de ser humano. Las circunstancias bajo las cuales un ser humano mata a
otro determinan la severidad de las consecuencias. Un asesino despiadado que
cometa su crimen con alevosía, probablemente renacerá para sufrir
enormemente en un reino de la existencia al cual llamamos infierno. Un caso
menos grave
― pongamos, por ejemplo, un homicidio perpetrado en defensa
propia
― podría significar renacer en un infierno de sufrimiento menor. Otras
acciones no virtuosas de menor alcance podrían llevar a renacer en forma de
animal, incapaz de mejorar mental o espiritualmente.
Cuando alguien renace finalmente como ser humano, las consecuencias
de varias acciones no virtuosas determinan las circunstancias que rodearán
esta nueva vida. Haber matado en una existencia previa da lugar a una vida
corta y llena de enfermedades, y a una tendencia a volver a matar que
garantiza más sufrimientos en vidas futuras. De la misma forma, el robo
provoca falta de recursos y la posibilidad de ser robado, además de establecer
la tendencia a robar en el futuro. Una conducta sexual inapropiada, como
puede ser el adulterio, da como resultado una vida en la que no se podrá
confiar en la pareja y se sufrirán infidelidades y traiciones. Estos son algunos
de los efectos de las tres acciones no virtuosas que cometemos con el cuerpo.
Por lo que se refiere a las cuatro acciones no virtuosas del habla, la
mentira conduce a una vida en la que los demás hablarán mal del mentiroso;
mentir también establece una tendencia a seguir mintiendo en vidas futuras,
además de la posibilidad de que los demás le mientan y no le crean cuando
dice la verdad. Las consecuencias futuras de hablar mal con la intención de
desunir a los demás incluyen la soledad y una tendencia a perjudicar al
prójimo. El discurso autoritario provoca el abuso de los demás y conduce a
una actitud de enfado. La murmuración da lugar a que los demás no escuchen
y a hablar incesantemente.
Por último, ¿Cuáles son las consecuencias kármicas de las tres acciones
no virtuosas de la mente, las tendencias no virtuosas más comunes?. La
codicia, que condena a un estado de perpetua insatisfacción; la malicia, que
conduce al miedo y a la tendencia a herir al prójimo, y los prejuicios, que
sostienen creencias falsas, lo cual provoca dificultades en la comprensión y
aceptación de la verdad, además de llevar al sujeto a aferrarse tozudamente a
sus valoraciones erróneas.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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No he expuesto más que unos pocos ejemplos de las ramificaciones de
la falta de virtud. Nuestra vida actual es el resultado de nuestro karma, de las
acciones cometidas en el pasado. La situación que nos aguarda en el futuro,
las condiciones en que naceremos, las oportunidades que tendremos o no
tendremos para mejorar nuestro estado en la vida, dependerán de nuestro
karma en esta vida, de nuestros presentes actos. Aunque nuestra situación
actual ha sido determinada por conductas pasadas, seguimos siendo
responsables de nuestras acciones presentes y, por tanto, tenemos la capacidad
y la obligación de dirigir nuestras acciones hacia el camino de la virtud.
Cuando valoramos un acto determinado con el fin de decidir si es moral
o espiritual, el criterio debería ser la calidad de la motivación que lo impulsa.
Si alguien toma deliberadamente la opción de no robar porque tiene miedo de
ser atrapado y castigado, no podemos decir que su resolución sea un acto
moral, ya que no son las consideraciones morales las que le han dictado esta
elección.
La decisión de no robar puede proceder también del miedo a la opinión
pública: «¿Qué pensarán mis amigos y vecinos? Me dejarán de lado. Me
convertiré en un marginado». Aunque nadie niega que la decisión sea positiva,
de nuevo resulta dudoso calificar la motivación de este acto como moral.
La misma decisión puede tomarse debido al siguiente pensamiento:
«Robar significa actuar en contra de la ley de Dios». Otro podría pensar:
«Robar es un acto nocivo porque causa sufrimiento en los otros». Cuando
tales consideraciones se hallan detrás de la decisión, sí podemos decir que la
resolución es de índole moral o ética. En la práctica de la doctrina del Buda, si
la motivación subyacente que evita la acción negativa tiene en cuenta que con
ello impedirá la adquisición de un estado de pena trascendente, ese freno se
convierte en un acto moral.
Se dice que conocer los aspectos detallados de las obras del karma está
solo al alcance de una mente omnisciente. Los mecanismos sutiles del karma
están más allá de nuestra percepción ordinaria. Para nosotros, vivir de acuerdo
a los dictados del karma tal como es concebido por el Buda Shakyamuni
requiere un grado de fe en sus enseñanzas. No tenemos manera de comprobar
que matar lleva a una corta vida, tal y como él nos asegura, o que robar te
condena a la pobreza. No obstante, tampoco debemos aceptar esas
afirmaciones mediante una fe ciega. Antes debemos establecer la validez de
nuestro objeto de fe: el Buda y su doctrina, el dharma. Es imprescindible
analizar sus enseñanzas de forma razonada y completa. Al profundizar en
algunos temas del dharma que pueden establecerse por inferencia lógica
―
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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tales como las enseñanzas del Buda sobre la transitoriedad y el vacío de las
que hablaremos con mayor detalle en el capítulo XIII, «La sabiduría»
― y ver
que son correctos, nuestra creencia en otras enseñanzas menos evidentes,
como pueden ser las obras del karma, crecerá de forma natural. Cuando
buscamos consejo, vamos a alguien que consideramos capacitado para
ofrecernos esa guía. Cuanto más evidente nos resulta el buen juicio de ese
amigo sabio, más deseosos estamos de seguir sus consejos. Nuestro desarrollo
de lo que yo llamaría «fe sabia» en el consejo del Buda debería producirse de
forma parecida.
Creo que la fe profunda y verdadera requiere cierta experiencia, cierta
práctica previa. Existen dos tipos de experiencia: por un lado tenemos aquella
reservada a seres muy santos que poseen cualidades en apariencia
inalcanzables, y por otro las experiencias más mundanas que podemos
conseguir a través de nuestra vida cotidiana. Podemos desarrollar cierto
reconocimiento de la naturaleza transitoria de la vida, así como de la
capacidad destructora que subyace en las emociones aflictivas. Podemos
albergar un mayor sentimiento de compasión hacia los demás o más paciencia
cuando nos vemos obligados a hacer cola.
Estas experiencias tangibles comportan una sensación de plenitud y
alegría, y crece la fe en el proceso por el que llegamos a ellas. La fe en nuestro
maestro, la persona que nos conduce hacia ellas, también se hace más intensa,
al igual que nuestra convicción sobre su doctrina. Y de esas experiencias
tangibles podemos intuir que la práctica continuada podría conducirnos a
logros más extraordinarios, como los que inmortalizaron los santos en el
pasado.
Esa fe razonada, que va surgiendo de la práctica espiritual, también
ayuda a fortalecer nuestra confianza en esas obras del karma de las que el
Buda nos habla, lo que, a su vez, nos lleva a desistir de las acciones no
virtuosas que acabarían hundiendo nuestra vida en la desdicha. Por lo tanto,
resulta útil que en la meditación, aunque solo hayamos alcanzado un pequeño
avance en la comprensión del objeto que hemos estudiado, dediquemos
tiempo a reconocer nuestro avance y cómo se ha producido. Tales reflexiones
deberían formar parte de nuestra meditación, ya que contribuyen a fortalecer
la base de nuestra fe en las tres joyas del refugio
― Buda, el dharma y el
sangha
― a la vez que nos ayudan a progresar en nuestra práctica. Nos dan
valor para continuar.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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V
LAS AFLICCIONES
Hemos hablado ya de las emociones aflictivas y del perjuicio que
causan en nuestra práctica espiritual. Debo admitir que, aunque es natural
albergar emociones como la ira y el deseo, eso no significa que debamos
aceptarlas sin hacer nada con ellas. Soy consciente de que, en la psicología
occidental, suele animarse al individuo a expresar todo tipo de sentimientos y
emociones, incluso la ira. No hay duda de que muchas personas han sufrido
algún trauma en su pasado y que la supresión de las emociones asociadas a
esta experiencia puede dar lugar a prolongados problemas psicológicos. En
tales casos decimos en el Tíbet: «Cuando se bloquea la concha, la mejor forma
de conocer el contenido es penetrar de un golpe en su interior».
Dicho esto, siento que es importante que los practicantes espirituales
adopten cierta prevención contra emociones fuertes como la ira, la pasión y los
celos, y se dediquen a frenar su aparición. En lugar de dejarnos embargar por
esas potentes emociones, deberíamos esforzarnos por disminuir nuestra
tendencia a ellas. Si nos preguntamos si somos más felices enfadados o
serenos, la respuesta resulta evidente. Como ya dijimos anteriormente, el
estado mental confuso que resulta de las emociones aflictivas destruye
inmediatamente nuestro equilibrio interior haciéndonos sentir inquietos e
infelices. En nuestra búsqueda de la felicidad, nuestra meta principal debe ser
combatir estas emociones, algo que solo podremos lograr mediante un
esfuerzo deliberado y sostenido que implica un prolongado período de tiempo;
según los budistas, incluso varias vidas sucesivas.
Como ya hemos visto, las aflicciones mentales no desaparecen por sí
solas ni se desvanecen por sí mismas con el tiempo. Su final solo llega como
resultado de un esfuerzo consciente por detectarlas, disminuir su fuerza y en
última instancia eliminarlas por completo.
Si deseamos tener éxito en este empeño, debemos saber cómo
combatirlas. Comenzamos la práctica del dharma del Buda leyendo y
escuchando las palabras de maestros expertos. Es así como nos vamos
haciendo una idea clara del trance al que nos somete el círculo vicioso de la
vida y a la vez nos familiarizamos con los posibles métodos para trascenderlo.
Este estudio conduce a lo que se conoce como «comprensión derivada de la
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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escucha», base esencial de nuestra evolución espiritual. Entonces debemos
procesar la información que hemos estudiado hasta alcanzar una comprensión
profunda de ella: la «comprensión derivada de la contemplación». Una vez
llegados a la auténtica certeza del tema que nos incumbe, meditamos sobre él
hasta que este absorbe por completo nuestra mente. Eso nos lleva a un
conocimiento empírico que recibe el nombre de «comprensión derivada de la
meditación».
Estos tres niveles de comprensión resultan esenciales para realizar
cambios verdaderos en nuestras vidas. Con la comprensión derivada del
estudio nuestra convicción se vuelve más profunda y engendra una
aprehensión más plena durante la meditación. Si nos falla la comprensión
derivada del estudio y de la contemplación, tendremos dificultades en
familiarizarnos con el tema, ya sea la naturaleza tortuosa de nuestras
aflicciones o la sutileza que subyace en nuestro vacío, por muy intensa que sea
la meditación. Es un proceso similar al que se produce cuando nos obligan a
reunirnos con alguien a quien no deseamos ver. Es de gran importancia, por
tanto, enfatizar la necesidad de implementar estos tres estadios de práctica de
forma consecutiva.
Nuestro entorno también ejerce una gran influencia sobre nosotros.
Necesitamos un entorno tranquilo con el fin de acometer la práctica. Aún más
importante, dicha práctica requiere soledad, entendida como un estado mental
libre de distracciones, no simplemente cierta cantidad de tiempo a solas en un
lugar tranquilo.
Nuestro Enemigo más Destructivo
La práctica del dharma debería constituir un esfuerzo continuado por
alcanzar un estado más allá del sufrimiento. No se trata simplemente de una
actividad moral por la que evitamos todo lo negativo y nos comprometemos a
realizar lo positivo. El objetivo del dharma radica en trascender la situación en
que todos nos encontramos: somos víctimas de nuestras propias aflicciones
mentales, los enemigos de la paz y la serenidad. Estas aflicciones
― el apego,
el odio, el orgullo, la avaricia, etc.
― son estados mentales que provocan en
nosotros conductas que causan toda nuestra infelicidad y sufrimiento.
Mientras trabajamos para adquirir la paz interior y la felicidad resulta útil
pensar en ellos como demonios internos, ya que, como esos seres malignos,
están al acecho y no producen más que desdichas. El estado que se sitúa más
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allá de esos pensamientos y emociones negativos, y también más allá del
dolor, recibe el nombre de nirvana.
De entrada, resulta imposible combatir directamente estas poderosas
fuerzas negativas. Debemos enfocar la lucha de forma gradual. Lo primero es
aplicar la disciplina: refrenar la tendencia a dejarnos invadir por estas
emociones. Lo conseguimos adoptando un modo de vida éticamente
disciplinado, lo que, para un budista, significa evitar las diez acciones no
virtuosas. Dichas acciones, en las que caemos físicamente matando o robando;
verbalmente, mintiendo o criticando, y mentalmente, codiciando, son
expresiones de aflicciones mentales más profundas, tales como la ira, el odio y
el apego.
Cuando reflexionamos sobre ello, llegamos a advertir que las emociones
extremas como el apego
― y en especial la ira y el odio ― son muy
destructivas cuando surgen en nosotros mismos y también cuando surgen en
los otros. Podría decirse que esas emociones constituyen las fuerzas
destructoras del universo; incluso podríamos dar un paso más y afirmar que la
mayor parte de los problemas que padecemos, que en definitiva creamos
nosotros, proceden en última instancia de esas emociones negativas. Hay
quien diría que, de hecho, todo sufrimiento es fruto de emociones negativas
como el apego, la avaricia, los celos, el orgullo, la ira y el odio.
Aunque al principio no somos capaces de arrancar directamente esas
emociones, al menos podemos dejar de actuar de acuerdo con ellas. A partir de
aquí desplazamos nuestros esfuerzos meditativos a equilibrar esas aflicciones
de la mente y a intensificar nuestra compasión. Para el último tramo del viaje
necesitamos arrancar de cuajo estas aflicciones, lo que implica, forzosamente,
ser conscientes del vacío.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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VI
LO VASTO Y LO PROFUNDO:
DOS ASPECTOS DEL CAMINO
A lo largo de nuestro viaje espiritual en el budismo, hay dos aspectos
del camino que reflejan dos clases distintas de prácticas que debemos
acometer. Aunque el Buda enseñó las dos, la transmisión de esta idea ha ido
pasando siglo tras siglo de un profesor a otro dando lugar a dos líneas de
pensamiento separadas. Sin embargo, al igual que las dos alas de un pájaro,
ambas son necesarias para llevar a cabo ese viaje hacia la iluminación, ya sea
ese estado libre de sufrimiento o el estado de iluminación del buda, al que
aspiramos con el fin de beneficiar a todos los seres sintientes.
Hasta el momento, me he dedicado a describir «lo vasto». Esta práctica
es conocida a menudo como el aspecto del «método» y se refiere a la apertura
de nuestro corazón hacia la compasión y el amor, además de a otras
cualidades, como la generosidad y la paciencia, que surgen de un corazón
lleno de amor. En este caso, el entrenamiento supone el aumento de estas
cualidades virtuosas al mismo tiempo que disminuyen las tendencias no
virtuosas.
¿Qué significa abrir el corazón?. Antes que nada, debemos comprender
que hablamos del corazón en un sentido metafórico. En muchas culturas, la
percepción del corazón va más allá de considerarlo meramente el órgano
responsable de la circulación de la sangre: se cree que es la fuente de la
compasión, el amor, la piedad, la honradez y la intuición. En la filosofía
budista, sin embargo, ambos aspectos del camino suceden en la mente, pero,
irónicamente, se cree que la mente está localizada en el centro del pecho. Un
corazón abierto es una mente abierta. Por tanto, nuestra concepción del
corazón proporciona una herramienta útil, aunque temporal, para intentar
entender la distinción entre lo «vasto» y lo «profundo», los dos aspectos del
camino.
El otro aspecto de la práctica es el de la «sabiduría», también conocido
como lo «profundo». Nos encontramos pues en el reino de la cabeza, donde la
comprensión, el análisis y la percepción crítica son las nociones rectoras. En
este aspecto del camino, trabajamos para profundizar nuestra comprensión de
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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la impermanencia, la naturaleza doliente de la existencia y nuestro estado
actual de egocentrismo. Desentrañar del todo cualquiera de estos temas podría
llevarnos muchas vidas. Sin embargo, es solo mediante el reconocimiento de
la naturaleza perecedera de las cosas que podemos superar nuestro apego a
ellas y a cualquier noción de permanencia. Cuando nos falta la comprensión
de la naturaleza sufriente de la existencia, aumenta el apego a la vida. Si
cultivamos nuestra comprensión de la naturaleza desdichada de la vida,
superaremos este apego.
En última instancia, todas nuestras dificultades surgen de una ilusión
básica. Creemos en la existencia inherente tanto de nosotros mismos como de
todos los demás fenómenos. Proyectamos, y luego nos aferramos, a la idea de
la naturaleza intrínseca de las cosas, una esencia que los fenómenos no poseen
en realidad. Cojamos por ejemplo una simple silla. Creemos, sin reconocer
plenamente ese convencimiento, que existe algo que podría llamarse silleza,
una cualidad de la silla que existe entre sus partes: las patas, el asiento y el
respaldo. De la misma forma, creemos que existe un «yo» continuo y esencial
que persiste bajo las partes mentales y físicas que nos conforman. Esta
cualidad esencial no existe en realidad, es una mera imputación.
Nuestro apego a esta existencia inherente obedece a una percepción
equivocada que debemos eliminar a través de las prácticas de la meditación
del camino de la sabiduría. ¿Por qué?. Porque es la raíz de toda nuestra
desdicha, se sitúa en el núcleo de todas nuestras emociones aflictivas.
Solo cultivando su antídoto directo, la sabiduría que nos hace
conscientes de la inexistencia de esta cualidad, podemos abandonar esa
ilusión. De nuevo, cultivamos esta sabiduría profunda como hemos cultivado
la humildad con el fin de arrancar el orgullo. Primero debemos familiarizarnos
con ese error que afecta a la percepción que tenemos de nosotros mismos y de
los demás fenómenos; solo entonces podremos cultivar una percepción
correcta. Al principio esta percepción será intelectual, como sucede en la
comprensión que uno alcanza a través del estudio o la escucha de enseñanzas.
Para profundizar esta percepción hacen falta las prácticas de la meditación
más sostenida que se describen en el capítulo XI, «La inmanencia serena», el
capítulo XII, «Los nueve estadios de la meditación de la inmanencia serena»,
y el capítulo XIII, «La sabiduría».
Es entonces cuando la percepción es capaz de influir verdaderamente en
la visión que tenemos de nosotros mismos y de las demás cosas. Solo siendo
conscientes de la no inherencia de nuestra naturaleza, podremos arrancar los
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
43
cimientos del apego a uno mismo, emoción que constituye la base de todo
sufrimiento.
Desarrollar la sabiduría constituye un proceso consistente en poner de
acuerdo nuestra mente con la realidad de las cosas. A través de este proceso
vamos eliminando gradualmente las percepciones incorrectas de la realidad,
que arrastramos desde el principio de los tiempos. No es una tarea fácil. La
mera comprensión del concepto de existencia inherente o intrínseca de las
cosas ya requiere grandes cantidades de estudio y contemplación. Reconocer
que las cosas no poseen una existencia inherente implica años de estudio y
meditación. Debemos empezar familiarizándonos con estas nociones, a las que
nos referiremos en este mismo libro en las páginas siguientes. Por el
momento, sin embargo, regresemos al aspecto del método con el fin de
explorar la idea de la compasión.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
44
VII
LA COMPASIÓN
¿Qué es la compasión?. La compasión es el deseo de que los demás
estén libres de sufrimiento. Gracias a ella aspiramos a alcanzar la iluminación;
es ella la que nos inspira a iniciarnos en las acciones virtuosas que conducen al
estado del buda, y por lo tanto debemos encaminar nuestros esfuerzos a su
desarrollo.
Empatía
Si deseamos tener un corazón compasivo, el primer paso consiste en
cultivar sentimientos de empatía o proximidad hacia los demás. También
debemos reconocer la gravedad de su desdicha. Cuanto más cerca estamos de
una persona, más insoportable nos resulta verla sufrir. Cuando hablo de
cercanía no me refiero a una proximidad meramente física, ni tampoco
emocional. Es un sentimiento de responsabilidad, de preocupación por esa
persona. Con el fin de desarrollar esta cercanía es necesario reflexionar sobre
las virtudes implícitas en la alegría por el bienestar de los otros. Debemos
llegar a ver la paz mental y la felicidad interna que se deriva de ello, al mismo
tiempo que reconocemos las carencias que provienen del egoísmo y
observamos cómo este nos induce a actuar de un modo poco virtuoso y cómo
nuestra fortuna actual se basa en la explotación de aquellos que son menos
afortunados.
También resulta vital reflexionar sobre la amabilidad de los otros,
conclusión a la que se llega asimismo gracias al cultivo de la empatía.
Debemos reconocer que nuestra fortuna depende realmente de la cooperación
y la contribución de los demás. Todos y cada uno de los aspectos de nuestro
actual bienestar son debidos a un duro trabajo por parte de otros. Si miramos a
nuestro alrededor y vemos los edificios en los que vivimos, las carreteras por
las que viajamos, las ropas que llevamos y los alimentos que comemos,
tenemos que reconocer que todo ello nos ha sido provisto por otros. Nada de
eso existiría si no fuera por la amabilidad de tanta gente a la que ni siquiera
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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conocemos. Contemplar el mundo desde esta perspectiva hace que crezca
nuestro aprecio hacia los otros, y con él la empatía y la intimidad con ellos.
Debemos trabajar para reconocer la dependencia que sufrimos de
aquellos por quienes sentimos compasión. Este reconocimiento les acerca aún
más a nosotros si cabe. Hace falta mantener la atención para ver a los demás a
través de lentes libres de egoísmo. Es importante que nos esforcemos por
distinguir el enorme impacto que los demás causan en nuestro bienestar.
Cuando nos resistamos a dejarnos llevar por una visión del mundo centrada en
nosotros mismos podremos sustituir esta visión por otra que incluya a todos
los seres vivos, pero no debemos esperar que este cambio de actitud se
produzca de forma repentina.
Reconocer el Sufrimiento de Otros
Tras el desarrollo de la empatía y la cercanía, el siguiente paso
importante para cultivar nuestra compasión consiste en penetrar en la
verdadera naturaleza del sufrimiento. Nuestra compasión por todos los seres
debe emanar del reconocimiento de su sufrimiento. Una característica muy
específica de la contemplación de ese sufrimiento es que tiende a ser más
poderosa y eficaz si nos concentramos en el dolor propio y luego ampliamos
el espectro hasta alcanzar el sufrimiento de los otros. Nuestra compasión por
ellos crece a medida que reconocemos su propio dolor.
Todos simpatizamos de forma espontánea con alguien que está pasando
por el sufrimiento evidente asociado a una dolorosa enfermedad o a la pérdida
de un ser querido. Es un tipo de sufrimiento que en el budismo recibe el
nombre de sufrimiento del sufrimiento.
Sin embargo, resulta más difícil sentir compasión por otro tipo de
sufrimiento
― el sufrimiento del cambio, según los budistas ―, que en
términos convencionales consistiría en experiencias placenteras tales como
disfrutar de la fama ola riqueza. Se trata de otro tipo muy distinto de
sufrimiento. Cuando vemos que alguien alcanza el éxito mundano, en lugar de
sentir compasión porque sabemos que un día ese estado acabará y esa persona
deberá enfrentarse al disgusto asociado a toda pérdida, nuestra reacción más
habitual suele ser la admiración y a veces incluso la envidia. Si hubiéramos
llegado a comprender de verdad la naturaleza del sufrimiento, reconoceríamos
que esas experiencias de fama y riqueza son temporales y portadoras de un
placer fugaz que se esfumará y dejará al afectado sumido en el sufrimiento.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
46
Existe también un tercer nivel de sufrimiento, aún más profundo y más
sutil, que experimentamos constantemente, como consecuencia del carácter
cíclico de nuestra existencia. El hecho de estar bajo el control de emociones y
pensamientos negativos está en la misma naturaleza de esa existencia;
mientras sigamos bajo su yugo, vivir es ya una forma de sufrimiento. Este
nivel de sufrimiento impregna todas nuestras vidas, condenándonos a girar
una y otra vez en círculos viciosos llenos de emociones negativas y acciones
no virtuosas. Sin embargo, esta forma de sufrimiento resulta difícil de
reconocer, pues no se trata del estado de desdicha evidente implícito en el
sufrimiento del sufrimiento, ni lo opuesto a la fortuna o al bienestar, como
apreciábamos en el sufrimiento del cambio. Este tercer tipo de sufrimiento, sin
embargo, alcanza un nivel más profundo y se extiende a todos los aspectos de
la vida.
Una vez hemos cultivado una profunda comprensión de los tres niveles
de sufrimiento en nuestra propia experiencia personal, resulta más fácil
desviar el foco de atención hacia los otros. Desde ahí podremos desarrollar el
deseo de verles libres de todo sufrimiento.
Cuando conseguimos combinar un sentimiento de empatía por los otros
con una profunda comprensión del dolor que sufren, llegamos a sentir una
verdadera compasión por ellos. Es algo en lo que debemos trabajar
continuamente. Podemos compararlo con el proceso de encender un fuego
frotando dos palos: sabemos que hay que mantener una fricción constante para
prender fuego a la madera. De la misma forma, cuando trabajamos en el
desarrollo de cualidades mentales como la compasión debemos aplicar las
técnicas mentales necesarias para provocar el ansiado efecto. Abordar esta
cuestión de modo fortuito no comporta ningún beneficio.
Amor-Bondad
Al igual que la compasión es el deseo de que todos los seres queden
libres de sufrimiento, el amor-bondad es el deseo de que todos disfruten de la
felicidad. Como en la compasión, el cultivo del amor-bondad debe comenzar
tomando a un individuo específico como centro de la meditación, y luego ir
extendiendo el alcance de nuestra preocupación hasta que este llegue a abrazar
a todos los seres vivos. De nuevo, debemos empezar eligiendo a una persona
neutral, a alguien que no nos inspire fuertes sentimientos, como objeto de
nuestra meditación; luego lo ampliaremos a personas que forman nuestro
círculo familiar o de amigos y, por último, a nuestros enemigos.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
47
Debemos usar a un individuo real como centro de nuestra meditación, y
después volcar toda nuestra compasión y benevolencia en esta persona para
poder experimentar ambos sentimientos hacia otros. Hay que trabajar con una
persona en cada ocasión, ya que, de otro modo, la meditación adquiriría un
sentido muy general. Cuando relacionamos esta meditación específica con
individuos que no son de nuestro agrado, podríamos pensar: «Oh, es solo una
excepción».
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
48
VIII
MEDITAR SOBRE LA COMPASIÓN
Compasión y Vacío
En última instancia, la compasión que debemos poseer es la que se
deriva de nuestra penetración en el vacío, la naturaleza esencial de la realidad,
el punto de unión entre lo vasto y lo profundo. Esta naturaleza esencial, como
ya explicábamos en el capítulo VI, «Lo vasto y lo profundo», es la ausencia de
existencia inherente en todos los aspectos de la realidad, la carencia de
identidad intrínseca de cualquier fenómeno. Atribuimos esta cualidad de
existencia inherente a nuestra mente y a nuestro cuerpo, y después percibimos
este estatus objetivo, el yo. Este potente sentimiento referido a uno mismo se
aferra a la naturaleza inherente de otros fenómenos, especialmente de aquellos
objetos que nos gustan y queremos poseer. La ira o la infelicidad son el
resultado indirecto de esa cosificación y de ese deseo de posesión cuando se
nos niega lo que se ha convertido en objeto de nuestro anhelo, ya sea un coche
o un ordenador nuevo. La cosificación no es nada más que conceder a esos
objetos una realidad que no poseen.
Cuando la compasión se une a esta comprensión de cómo todo nuestro
sufrimiento se deriva de un malentendido con la naturaleza de la realidad, ya
hemos dado un paso más en nuestro viaje espiritual. Reconocer como base del
infortunio esta percepción errónea, ese apego equivocado a un yo no existente,
implica ver que ese sufrimiento puede ser eliminado. Una vez corregida la
percepción, el sufrimiento ya no volverá a molestarnos.
Ser conscientes de que el sufrimiento de la gente es evitable y puede
superarse comporta el desarrollo de una compasión aún más profunda por los
otros. Sin embargo, aunque nuestra compasión puede ser fuerte, es probable
que tenga también unas pinceladas de desesperanza, incluso de desesperación.
Como Meditar Sobre la Compasión y la Bondad
Si nos mueve el sincero deseo de desarrollar la compasión es preciso
que dediquemos más tiempo a ello del que requieren las sesiones de
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
49
meditación habituales. Es un objetivo al que debemos comprometernos con
todo nuestro corazón. Si disponemos de un período de tiempo diario para
sentarnos y dedicarnos a la contemplación, perfecto. Como ya he sugerido, las
primeras horas de la mañana son ideales para ello, ya que en esos momentos
nuestras mentes se encuentran especialmente claras. Sin embargo, la
compasión requiere una dedicación mayor. Durante las sesiones más formales
podemos, por ejemplo, trabajar en la empatía y la proximidad hacia otros,
reflexionar sobre su desdichada situación. Una vez hemos generado un
genuino sentimiento de compasión en nosotros mismos, debemos aferrarnos a
él, limitándonos a observarlo, utilizando la meditación contemplativa que he
descrito para mantenernos centrados en ello, sin aplicarle ningún
razonamiento. Esto ayuda a enraizar esta actitud; cuando el sentimiento
comienza a debilitarse, aplicamos de nuevo razones que vuelvan a estimular
nuestra compasión. Nos movemos entre ambos métodos de meditación, al
igual que los alfareros trabajan la arcilla, primero humedeciéndola para luego
darle la forma que necesitan.
Normalmente es mejor no dedicar mucho tiempo al principio a la
meditación formal. En una noche no generaremos compasión por todos los
seres vivos, ni tampoco en un mes o en un año. Solo con ser capaces de
reducir el alcance de nuestros instintos egoístas y desarrollar un poco más de
inquietud por los otros antes de morir, ya podremos decir que hemos
aprovechado esta vida. En cambio, si nos empeñamos en conseguir el estado
del buda en poco tiempo, pronto nos cansaremos. La mera visión del lugar
donde nos sentamos para meditar estimulará nuestra resistencia.
La Gran Compasión
Se dice que el estado del buda puede alcanzarse en una sola vida. Solo
practicantes extraordinarios que han dedicado muchas vidas anteriores a
prepararse para esta oportunidad pueden conseguirlo. Solo podemos sentir
admiración por esos seres y tenerlos como ejemplo para desarrollar la
perseverancia en lugar de situarnos en posiciones extremas. La mejor actitud
se halla a medio camino entre el letargo y el fanatismo.
Deberíamos asegurarnos de que la meditación ejerce algún efecto o
influencia sobre nuestras acciones cotidianas. Gracias a ello todo lo que
hacemos fuera de las sesiones formales de meditación se convierte en parte de
nuestro entrenamiento de la compasión. No nos resulta difícil simpatizar con
un niño que está en el hospital o con un amigo que llora la muerte de su
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
50
pareja. Debemos empezar a considerar cómo mantener el corazón abierto
hacia aquellos a los que normalmente envidiaríamos, aquellos que disfrutan de
riqueza y de un excelente nivel de vida. Solo mediante la profundización en el
concepto de sufrimiento obtenida durante las sesiones de meditación somos
capaces de relacionarnos con esas personas con compasión. En realidad,
deberíamos entablar este tipo de relación con todos los seres, advirtiendo que
su situación siempre depende de las condiciones del círculo vicioso de la vida.
En este sentido toda interacción con los demás actúa como catalizador en el
desarrollo de nuestra compasión. Es así como mantenemos los corazones
abiertos en la vida diaria, fuera de los períodos formales de meditación.
La verdadera compasión posee la intensidad y la espontaneidad de una
madre cariñosa que sufre por su bebé enfermo. A lo largo del día, todos los
actos y pensamientos de la madre giran en torno a su preocupación por el
niño. Esta es la actitud que deseamos cultivar hacia todo ser. Cuando la
experimentemos, habremos alcanzado ya la «gran compasión».
Cuando alguien consigue sentir esa gran compasión y la bondad que la
acompaña, cuando su corazón se agita en pensamientos altruistas, puede
emprender la tarea de liberar a todos los seres del sufrimiento que soportan en
su existencia cíclica, el círculo vicioso de nacimiento, muerte y renacimiento
del que todos somos prisioneros. El sufrimiento no se limita a nuestra
situación actual. De acuerdo con el enfoque budista, nuestra situación actual
como humanos es relativamente cómoda. Sin embargo, si echamos a perder
esta oportunidad, nos arriesgamos a experimentar muchas dificultades en el
futuro. La compasión nos permite evitar el pensamiento egocéntrico.
Experimentamos una gran alegría y nunca caemos en el extremo de buscar
solo nuestra felicidad o salvación personales. Luchamos a todas horas para
desarrollar y perfeccionar nuestra virtud y nuestra sabiduría. Con ese nivel de
compasión, llegaremos a poseer todas las condiciones necesarias para alcanzar
la iluminación. Por lo tanto, la compasión debe ser nuestro objetivo desde el
inicio del viaje espiritual.
Hasta el momento, hemos tratado de las prácticas que nos permiten
frenar las conductas poco íntegras. Hemos discutido cómo trabaja la mente y
cómo debemos trabajar en ella de la misma forma en que lo haríamos sobre un
objeto material, aplicando ciertas acciones con el fin de provocar los
resultados deseados. Reconocemos que el proceso de abrir nuestro corazón no
es diferente. No hay ninguna receta mágica que haga brotar la compasión o la
bondad: hay que dar forma a nuestra mente de manera hábil, y con paciencia y
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
51
perseverancia veremos cómo crece nuestra preocupación por el bienestar de
los otros.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
52
IX
CULTIVAR LA ECUANIMIDAD
Para sentir auténtica compasión por todos los seres vivos es
imprescindible eliminar toda parcialidad en nuestra actitud hacia ellos.
Nuestra percepción habitual de los otros está dominada por emociones
fluctuantes y discriminatorias. Sentimos una sensación de proximidad hacia
quien amamos y de distancia hacia extraños o simples conocidos. Y, hacia
aquellos individuos a los que percibimos como hostiles, poco amistosos o
fríos, experimentamos sentimientos de aversión o reserva. El criterio para
clasificar a la gente en categorías de amigos o enemigos parece evidente: si
una persona ha sido amable con nosotros o está en nuestro círculo íntimo, la
consideramos un amigo; si alguien nos ha hecho daño, cae en el grupo de los
enemigos. Junto con el amor que sentimos hacia nuestros amigos existen otras
emociones, como el apego o el deseo, que inspiran una apasionada intimidad.
De la misma forma, vemos a aquellos que nos disgustan filtrados por
emociones negativas, tales como la ira o el odio. En consecuencia, nuestra
compasión por los otros queda limitada, es parcial, llena de prejuicios,
condicionada por si nos sentimos o no cerca de ellos.
La compasión genuina debe ser incondicional. Debemos cultivar la
ecuanimidad con el fin de trascender todo sentimiento de discriminación o
parcialidad. Una forma de cultivar la ecuanimidad es reflexionar sobre la
incertidumbre de la amistad. Primero debemos tener en cuenta que no hay
ninguna seguridad de que nuestro mejor amigo de hoy siga siéndolo para
siempre. Por tanto, también podríamos imaginar que nuestro disgusto hacia
alguien no tiene por qué ser eterno. Tales reflexiones diluyen los fuertes
sentimientos de parcialidad, reduciendo la sensación de inmutabilidad de
nuestros afectos.
También podemos reflexionar sobre las consecuencias negativas de
nuestro apego a los amigos y nuestra hostilidad hacia los enemigos. Los
sentimientos que albergamos por un amigo o un ser querido a veces nos
ciegan ante ciertos aspectos de esa persona. Proyectamos sobre ella un deseo
sin matices, confiriendo a sus juicios una infalibilidad absoluta; más adelante,
quedamos atónitos al percibir algo que no se ajusta a nuestras proyecciones.
Pasamos del amor y el deseo al extremo opuesto: la decepción, la repulsión y,
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
53
a veces, incluso la ira. Es decir, la sensación de satisfacción interna que se
deriva de la amistad o del amor puede desembocar en sentimientos de
frustración u odio. Aunque esas emociones fuertes, como también el amor
romántico o el odio profundo, pueden parecer profundamente atractivas, el
placer que desprenden es fugaz. Desde un enfoque budista, es mejor tratar de
evitarlas.
¿Cuáles son las repercusiones de caer en las redes de una intensa
aversión hacia alguien?. La palabra tibetana que designa el odio, shedang,
sugiere una hostilidad que emana de las profundidades del corazón. Existe
cierta irracionalidad en responder de forma hostil a la injusticia o el dolor. El
odio no causa el menor efecto físico sobre nuestros enemigos, ni les hace
ningún daño. Es más, somos nosotros quienes sufrimos las terribles
consecuencias de esa abrumadora amargura. Nos devora por dentro. Por culpa
de la ira empezamos a perder el apetito, pasamos las noches en vela dando
vueltas en la cama. Nos afecta profundamente, mientras nuestros enemigos
siguen adelante, absolutamente ignorantes del estado al que hemos quedado
reducidos.
Libres del odio o de la ira, nuestra respuesta a las acciones cometidas
contra nosotros es mucho más efectiva. Si enfocamos las cosas con la cabeza
fría, vemos el problema de forma más clara y decidimos cuál es la mejor
manera de abordarlo. Por ejemplo, cuando un niño hace algo que podría ser
peligroso para sí mismo o para otros, como por ejemplo jugar con cerillas,
podemos reprenderle. Es probable que una reacción directa e inmediata dé en
la diana: el niño no responderá a la ira, sino al mensaje de urgencia y
preocupación implícito en nuestro tono de voz.
Es así como llegamos a ver que nuestro verdadero enemigo está en
realidad dentro de nosotros. Es nuestro egoísmo, nuestro apego y nuestra ira lo
que nos hace daño. La capacidad que percibimos en el enemigo de infligirnos
dolor es muy limitada. Si alguien nos desafía y podemos dominar la disciplina
interna para resistir el reto es posible que sus acciones no nos molesten,
independientemente de lo que esa persona haya hecho. Por otro lado, cuando
se desencadenan emociones poderosas, tales como la ira extrema, el odio o el
deseo, nuestra mente se ve agitada desde el preciso momento en que siente su
efecto: eliminan nuestra paz mental y dejan la puerta abierta para que la
infelicidad y el sufrimiento deshagan el trabajo de nuestra práctica espiritual.
A medida que trabajamos en el desarrollo de la ecuanimidad llegamos a
considerar que los conceptos de «enemigo» y «amigo» son variables y
dependen de muchos factores. Nadie nace siendo nuestro amigo o nuestro
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
54
enemigo, ni siquiera tenemos la garantía de que nuestros parientes serán
también amigos nuestros. Ambos conceptos se definen en función de cómo se
comporta la gente con nosotros: a aquellos que creemos que sienten afecto por
nosotros, que nos cuidan y nos quieren, les consideramos habitualmente
amigos; aquellos en quienes intuimos aviesas intenciones son vistos como
enemigos. Por lo tanto, si la decisión de su amistad o enemistad se basa en la
percepción que tenemos de los pensamientos y emociones que albergan hacia
nosotros, nadie es esencialmente amigo o esencialmente enemigo.
A menudo confundimos las acciones cometidas por una persona con la
persona en sí. Este hábito nos lleva a la conclusión de que una persona es
nuestra enemiga debido a un acto o una afirmación realizada por ella. Y, sin
embargo, las personas son neutras: no son amigos ni enemigos, ni budistas ni
cristianos, ni chinos ni tibetanos. Como resultado de las circunstancias, la
persona que tenemos delante podría cambiar y pasar a ser nuestro mejor
amigo. No hay nada inconcebible en este pensamiento: «Oh, antes me caías
tan mal y en cambio ahora somos tan buenos amigos...».
Otra forma de cultivar la ecuanimidad y trascender los sentimientos de
parcialidad y discriminación consiste en reflexionar en la exacta aspiración
que todos compartimos de encontrar la felicidad y superar el sufrimiento,
unida al sentimiento de tener el derecho de verla satisfecha. ¿Cómo
justificamos ese derecho?. Muy fácil, forma parte de nuestra naturaleza
fundamental. No soy único; no tengo ningún privilegio especial. Tú no eres
único, ni disfrutas de privilegios especiales. Mi aspiración a ser feliz y superar
el sufrimiento es parte de mi naturaleza esencial, de la misma forma que lo es
de la tuya. Si eso es así, esta naturaleza esencial nos concede a todos por igual
el derecho a ser felices y evitar el sufrimiento. Es basándonos en esta igualdad
como logramos desarrollar la verdadera ecuanimidad. En nuestra meditación
debemos trabajar para cultivar la actitud de que «al igual que yo albergo el
deseo de ser feliz y superar el sufrimiento, lo mismo sienten los otros; y al
igual que yo tengo derecho a realizar esta aspiración, también la tienen los
otros». Deberíamos repetir este pensamiento mientras meditamos y a medida
que avanzamos en la vida, hasta que quede fuertemente enraizado en nuestra
conciencia.
Una última consideración. Nuestro bienestar como seres humanos
depende en gran medida del de los otros; de hecho, la mera supervivencia
requiere las aportaciones de muchos otros seres. Nuestro nacimiento depende
de unos padres, y necesitamos de sus cuidados y de su afecto durante muchos
años más; la salud, la morada, el sostén económico, incluso la fama y el éxito,
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
55
son fruto de la contribución de muchos seres humanos. Ya sea de manera
directa o indirecta, son innumerables los seres involucrados en nuestra vida y,
obviamente, en la aspiración legítima que la lleva a avanzar: la búsqueda de la
felicidad.
Si proseguimos con esta línea de razonamiento y la llevamos más allá
de los confines de una sola existencia podemos imaginar que a través de
nuestras vidas previas
― de hecho desde tiempos inmemoriales ― muchas
otras personas han realizado incontables contribuciones a nuestro bienestar. La
conclusión sería: «¿En qué me baso para discriminar?. ¿Cómo puedo
mostrarme cerca de unos y hostil con otros?. Debo elevarme por encima de
todo sentimiento de parcialidad y discriminación. ¡Debo ser beneficioso para
todos por igual!».
Meditación Sobre la Ecuanimidad
¿Cómo entrenamos la mente para percibir la igualdad esencial de todo
ser vivo?. Es mejor cultivar el sentimiento de igualdad concentrándonos
primero en los extraños y conocidos, aquellos por los que no albergamos
sentimientos fuertes en un sentido u otro. Desde ahí deberíamos meditar
imparcialmente, avanzando hacia los amigos y luego hacia los enemigos. Tras
conseguir una actitud imparcial hacia todos los seres sintientes, deberíamos
meditar sobre el amor y sobre el deseo de que todos alcancen la felicidad que
buscan.
La semilla de la compasión crecerá si la plantamos en un suelo fértil,
una conciencia regada con amor. Una vez la mente reciba el agua del amor,
podemos comenzar a meditar sobre la compasión. La compasión,
recordémoslo, no es más que el deseo de que todo ser sintiente esté libre de
sufrimiento.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
56
X
LA BODHICITTA
Hemos hablado mucho de la compasión y la ecuanimidad, y de lo que
significa cultivar estas cualidades en nuestra vida cotidiana. Cuando ya hemos
desarrollado la compasión hasta el punto de que nos sentimos responsables de
todos los seres estamos motivados para perfeccionar la capacidad de servirles.
Los budistas llaman bodhicitta a la aspiración de alcanzar tal estado, y alguien
que ya se halla en él es un bodhisattva. Existen dos métodos para conseguir
esta actitud. Uno, llamado el método séptuplo de causa y efecto, se apoya en
ver a todos los seres como si hubieran sido nuestra madre en el pasado; en el
otro, que consiste en cambiar el yo por los otros, vemos a los demás como si
fuéramos nosotros mismos. Ambos son considerados prácticas derivadas de un
camino más amplio.
El Método Séptuplo de Causa y Efecto
A lo largo de nuestros continuos renacimientos resulta evidente que
hemos necesitado muchas madres que nos alumbren. Debería señalar que no
limitamos los nacimientos a los que han tenido lugar en el planeta Tierra. De
acuerdo con el budismo, llevamos atravesando el ciclo de vidas y muertes
desde mucho antes de que este planeta existiera. Nuestras vidas pasadas son
por tanto infinitas, al igual que lo son los seres que nos han dado a luz. Así
pues, la primera causa que provoca la bodhicitta es el reconocimiento de que
todos los seres han sido nuestra madre.
Resulta difícil devolver en una vida el amor y la bondad mostrados por
una madre, tantas noches sin dormir para cuidarnos cuando éramos niños
indefensos. Nos alimentó, y lo habría sacrificado todo, incluso su propia vida,
para salvar la nuestra. Cuando observamos ese ejemplo de amor incondicional
deberíamos considerar que todos y cada uno de los seres de este mundo nos
han tratado así. Cada perro, gato, pez, mosca y ser humano han sido nuestra
madre en algún punto de ese remoto pasado y nos ha ofrecido esas
abrumadoras muestras de amor. Ese pensamiento despierta nuestro aprecio: la
segunda causa de la bodhicitta.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
57
Al contemplar la condición actual de todos estos seres, empezamos a
desarrollar el deseo de ayudarles a cambiar su suerte. Esta es la tercera causa,
de la cual procede la cuarta: un sentimiento de amor que afecta a todos los
seres. Consiste en una atracción hacia todos los seres, parecida al sentimiento
que embarga a un niño al ver a su madre. Esto nos lleva a la compasión, la
quinta causa de la bodhicitta. La compasión es un deseo de separar a esos
seres dolientes, nuestras madres en el pasado, de su desdichada situación. En
este punto experimentamos el amor-bondad, el deseo de que todos encuentren
la felicidad. A medida que progresamos por estos estadios, pasamos del mero
deseo de que todo ser sintiente encuentre la felicidad y se libre del sufrimiento
a asumir la responsabilidad personal de ayudarles a penetrar en ese estado y
dejar atrás la desdicha. Esta es la causa final. El examen de cómo ayudar
mejor a los demás nos lleva directamente al estado omnisciente y plenamente
iluminado del buda.
La cuestión implícita en este método es esencial al budismo mahayana:
si todos los seres vivos que han sido buenos con nosotros desde el principio de
los tiempos están sufriendo, ¿Cómo podemos dedicarnos a buscar únicamente
nuestra felicidad?. Perseguir la felicidad de uno a pesar del sufrimiento de los
otros es una desgracia trágica. Por tanto, está claro que debemos intentar
liberar a todos los seres sintientes del sufrimiento. Este método nos ayuda a
cultivar ese deseo.
Cambiar el Yo por los Otros
El otro método que te permite llegar a la bodhicitta, la aspiración de
alcanzar la iluminación para así salvar a todos los seres sintientes, consiste en
cambiar el yo por los otros. En este método trabajamos en reconocer cómo
dependemos de los demás en todo lo que tenemos. Contemplamos cómo los
hogares en los que vivimos, la ropa que llevamos, las carreteras por las que
conducimos, han sido creados gracias al duro esfuerzo de muchos. Se ha
invertido tanto trabajo para proporcionarnos la camisa que vestimos, desde
plantar el algodón hasta fabricar la tela y coser los adornos. La rebanada de
pan que nos llevamos a la boca ha sido horneada por alguien; antes, otro tuvo
que plantar el grano que, tras ser fertilizado y cosechado, se convirtió en
harina, la cual, una vez amasada, fue metida en el horno. Sería imposible
contar a todas las personas que han participado en la producción de una simple
rebanada de pan. En muchos casos las máquinas se encargan de la mayor parte
del trabajo; sin embargo, también ellas han tenido que ser inventadas y
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
58
fabricadas, y requieren supervisión. Incluso nuestras virtudes más personales,
tales como la paciencia y la ética, se desarrollan en función de los otros.
Podemos llegar a percibir que aquellos que nos causan problemas nos
proporcionan la ocasión de desarrollar la tolerancia. A través de esta línea de
pensamiento llegamos a reconocer cómo dependemos de los otros para
conseguir todo aquello de que disfrutamos en la vida. Debemos trabajar para
desarrollar este reconocimiento cuando nos sumergimos en la vida después de
la sesión de meditación matinal. Existen tantos ejemplos que muestran hasta
qué punto dependemos del prójimo: a medida que lo reconocemos crece
nuestro sentido de responsabilidad hacia los demás, de la misma forma que
crece nuestro deseo de devolverles con creces su amabilidad.
También observamos cómo, debido a las leyes del karma, las acciones
motivadas por el egoísmo nos han conducido hasta las dificultades a que nos
enfrentamos en la vida diaria. Cuando valoramos la situación en que nos
hallamos inmersos descubrimos el absurdo que envuelve esas acciones
destinadas solo a satisfacer nuestro egoísmo y cómo las acciones altruistas,
pensadas para ayudar a los demás, son la única opción lógica. De nuevo, esto
nos conduce a la más noble de las acciones: comprometernos en el proceso de
alcanzar el estado del buda con el fin de ayudar a todos los seres.
Cuando trabajamos con la técnica de cambiar el yo por los otros, no
debemos olvidar el desarrollo de la paciencia, ya que su carencia supone uno
de los principales problemas a la hora de sentir compasión y generar la
bodhicitta.
Sea cual sea el método que empleemos para desarrollar la bodhicitta
deberíamos ser fieles a él y cultivar esta elevadísima aspiración diariamente, y
no solo durante la sesión formal de meditación. Debemos trabajar con
diligencia para que disminuyan nuestros instintos egoístas y reemplazarlos por
otros más elevados contenidos en la bodhicitta ideal. Es de vital importancia
que empecemos labrando un fuerte sentido de la ecuanimidad, la actitud de
simpatía imparcial hacia todos los seres. Perseverar en ciertas inclinaciones
dificulta enormemente nuestras virtuosas aspiraciones, ya que nos lleva a
favorecer a aquellos de quienes nos sentimos más cerca.
En ese empeño de cultivar la aspiración superior de la bodhicitta,
muchos obstáculos saldrán a la luz: sentimientos internos de apego u
hostilidad se alzan con el fin de frenar nuestros esfuerzos. Nos vemos
arrastrados por viejos hábitos inútiles, ver la televisión o frecuentar la
compañía de amigos que nos separan del noble objetivo al que ahora vivimos
dedicados. Las técnicas de meditación descritas en este libro nos ayudarán a
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
59
sobreponernos a esas tendencias y emociones. Estos son los pasos que hay que
dar. Primero, debemos reconocer nuestras emociones aflictivas y los malos
hábitos como prueba de nuestro continuo estado de apego, teniendo en cuenta,
una vez más, su naturaleza dañina. En segundo lugar, debemos aplicar los
antídotos apropiados y tomar la firme determinación de no dejarnos llevar por
ellos de nuevo. Nuestro objetivo debe ser centrarnos en nuestro compromiso
con todos los seres sintientes.
Hemos explorado la forma de abrir nuestros corazones. La compasión
se halla en la auténtica esencia de un corazón abierto y jamás debemos dejar
de cultivarla a lo largo del viaje. La ecuanimidad elimina nuestros prejuicios y
permite que nuestro altruismo alcance a todos los seres vivos. La bodhicitta no
es más que el compromiso de ayudarles. Ahora aprenderemos los métodos que
desarrollan la concentración necesaria para cultivar el otro aspecto de nuestra
práctica, la sabiduría.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
60
XI
LA INMANENCIA SERENA
La inmanencia serena, o concentración en un punto único, es una forma
de meditación que se da siempre que elegimos un objeto y fijamos nuestra
mente en él. Este grado de concentración no se consigue de una sentada. Poco
a poco, iremos viendo cómo aumenta el poder de concentración de nuestra
mente. La inmanencia serena es el estado de sosiego en que la mente es capaz
de seguir concentrada en un objeto mental durante tanto tiempo como
deseemos, con una calma exenta de toda distracción.
En esta práctica, como en todas las demás, la motivación es de nuevo el
factor fundamental. La habilidad para concentrarse en un único objeto puede
usarse con finalidades diversas. Su dominio es una pura cuestión de práctica, y
es la motivación la que determina el resultado. Obviamente, como practicantes
espirituales, estamos interesados en motivos virtuosos que persiguen un fin
igualmente dotado de virtud. Analicemos, pues, los aspectos técnicos de esta
práctica.
La inmanencia serena es practicada por miembros de muchos cultos
distintos. Un meditador da inicio al proceso de entrenar su mente mediante la
elección de un objeto de meditación. Un practicante cristiano puede optar por
la cruz o la Virgen María como único referente de motivación. Debe de
resultar más difícil para un practicante musulmán debido a la carencia de
imaginería religiosa propugnada por el islam, pero podría elegir su propia fe
en Alá, ya que el objeto de meditación no tiene por qué ser un ente material.
Por tanto, uno puede mantener la concentración en una profunda fe en Dios. O
en la ciudad santa de La Meca. Los textos budistas toman a menudo la imagen
del Buda Shakyamuni como ejemplo de objeto de concentración. Uno de los
beneficios de ello es que permite tomar conciencia de cómo crecen las grandes
cualidades de un buda, al mismo tiempo que crece la apreciación de su
bondad. El resultado es un sentimiento de mayor proximidad al Buda.
La imagen del Buda en la que nos concentramos para la meditación no
debería ser un cuadro o una estatuilla. Aunque se puede usar una imagen
tridimensional para familiarizarnos con la forma y proporciones del Buda, es
la imagen mental de ese Buda la que tiene que servirnos de objeto de
concentración. Es en la mente donde debería conjurarse la visualización del
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
61
Buda. Una vez ha sucedido esto, el proceso de inmanencia serena puede
comenzar.
El Buda visualizado no debería estar demasiado lejos ni demasiado
cerca. Lo correcto es imaginarlo a unos cinco metros delante de nosotros, a la
altura de nuestras cejas, con un tamaño no mayor de quince centímetros.
Resulta muy útil visualizar una imagen pequeña dotada de un intenso brillo,
como si estuviera hecha de luz. Esto nos ayudará a evitar la somnolencia o la
pereza mental. Por otro lado, también debemos conferir a esa imagen un peso.
Atribuir cierto peso a la imagen resulta útil para evitar la tendencia natural de
la mente a la inquietud.
Cualquiera que sea el objeto de meditación elegido, la concentración
debe poseer dos cualidades: estabilidad y claridad. El enemigo natural de la
estabilidad es la excitación, la dispersión, uno de los aspectos del apego. La
mente se distrae a menudo con pensamientos asociados a objetos que
deseamos, lo que dificulta el desarrollo de la estabilidad necesaria para
permanecer verdadera y serenamente concentrados en el objeto elegido. La
claridad, por otro lado, se ve a menudo desafiada por la lasitud mental,
tendente a ralentizar el funcionamiento de la mente.
Desarrollar la calma duradera implica dedicar un prolongado esfuerzo,
hasta dominar el proceso por completo. Se dice que es esencial disponer de un
entorno tranquilo y de amigos que nos ayuden. Debemos dejar a un lado las
preocupaciones mundanas
― familia, negocios o relaciones sociales ― y
dedicarnos exclusivamente a desarrollar esta capacidad de concentración. Al
principio, es mejor plantearse muchas sesiones de meditación de escasa
duración durante el curso del día: de diez a veinte sesiones de entre quince y
veinte minutos. A medida que se desarrolla la capacidad de concentración,
podremos ir alargando las sesiones y reducir su frecuencia. Debemos
sentarnos en una posición de meditación formal, con la espalda recta. Si se
persiste con diligencia en esta práctica es posible llegar a la calma duradera en
unos seis meses.
Un meditador debe aprender a aplicar antídotos a los obstáculos que se
le presenten. Cuando la mente parece excitarse y empieza a fijarse en algún
recuerdo agradable o alguna obligación inmediata, hay que detenerla y
devolver su atención al objeto elegido. Al principio, resulta difícil desarrollar
la calma duradera, ya que mantener la mente concentrada en el objeto durante
más de un momento ya supone un esfuerzo insoportable. La conciencia sirve
para redirigir la mente, devolviéndola una y otra vez a su objeto. Una vez
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
62
centrada la mente, la conciencia la mantiene allí, sin permitir que varíe su foco
de atención.
La introspección asegura que la concentración se mantenga estable y
clara. Mediante la introspección somos capaces de detener la mente cuando
esta se dispersa o excita. A veces, las personas muy enérgicas se muestran
incapaces de mirar a su interlocutor a los ojos mientras hablan: no paran de
dirigir la mirada a un lado y a otro. Con la mente dispersa sucede algo
parecido: no puede fijar la atención debido al nerviosismo. La introspección
nos permite concentrarnos en el interior y tranquilizar un poco la mente,
disminuyendo así la excitación mental. Eso restablece la estabilidad.
La introspección también descubre cuándo la mente cae en la lasitud o
el letargo, empujándola de vuelta al objeto en que debe concentrarse. Eso
supone un problema para aquellos que son apáticos por naturaleza: su
meditación pasa a ser demasiado relajada, carente de vitalidad. La
introspección vigilante permite elevar la mente mediante pensamientos
alegres, aumentando así la claridad y la agudeza mental.
A medida que empezamos a cultivar la calma duradera, resulta evidente
que mantener la atención en el objeto elegido, aunque solo sea durante un
breve período de tiempo, es ya todo un desafío. No hay que desanimarse: se
trata de un signo positivo ya que, al menos, hemos caído en la cuenta de la
actividad extrema que agita la mente. Si perseveramos en la práctica y
aplicamos con eficacia la concienciación y la introspección, podremos
prolongar la duración de esa difícil concentración manteniendo a la vez la
alerta, la vitalidad y la vibración del pensamiento.
Existen muchos tipos de objetos, materiales y conceptuales, que pueden
usarse para desarrollar la concentración. Se puede cultivar la calma duradera
tomando la conciencia en sí misma como centro de la meditación. No
obstante, resulta difícil tener un concepto claro de lo que es la conciencia, ya
que su comprensión no puede proceder de una descripción meramente verbal.
La comprensión genuina de la naturaleza de la mente debe venir de la
experiencia.
¿Cómo cultivar esta comprensión?. Primero, debemos prestar atención a
los pensamientos y emociones experimentados, a la forma en que la
conciencia surge en nosotros, a la forma como trabaja la mente. Normalmente
experimentamos todo esto cuando interactuamos con el mundo externo: con
nuestros recuerdos o proyecciones de futuro. ¿Estás irritable por las mañanas?.
¿Cansado por las tardes?. ¿Marcado por el fracaso de una relación?.
¿Preocupado por la salud de tu hijo?. Deja todo esto a un lado. La verdadera
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
63
naturaleza de la mente, una clara experiencia de nuestro conocimiento, queda
ensombrecida en la vida cotidiana. Cuando meditamos sobre la mente,
debemos tratar de concentrarnos en el presente, evitando la intrusión de
experiencias pasadas en esa reflexión. La mente no debería dirigirse al pasado,
ni dejar que le influyan temores o esperanzas relacionados con el futuro. Una
vez prevenida la aparición de tales pensamientos lo que queda es el intervalo
entre los recuerdos de experiencias del pasado y las previsiones o
proyecciones de futuro. Este intervalo es un espacio vacío, y es en él donde
debemos concentrarnos.
Inicialmente, la experiencia de este espacio es solo fugaz. Sin embargo,
con la práctica, se va prolongando. Al hacerlo se aclaran los pensamientos que
obstruyen la expresión de la naturaleza real de la mente. De forma gradual, el
conocimiento puro empieza a ver la luz, haciendo cada vez mayor ese
intervalo, hasta que resulta posible saber qué es la conciencia. Es importante
comprender que la experiencia de este intervalo mental
― la conciencia vacía
de todo proceso de pensamiento
― no es una especie de lienzo en blanco. No
es lo que se experimenta durante el sueño profundo o cuando se es víctima de
un desmayo.
Al principio de la meditación, debería decirse a sí mismo: «No voy a
permitir que me distraigan pensamientos de futuro, anticipaciones, esperanzas,
o temores, ni dejaré que la mente vague hacia los recuerdos del pasado.
Permaneceré concentrado en este momento presente». Una vez cultivado ese
deseo, tomaremos como objeto de meditación el espacio entre pasado y futuro,
limitándonos a mantener la conciencia de él, libre de todo proceso de
pensamiento conceptual.
Los Dos Niveles de la Mente
La mente tiene dos niveles por naturaleza. El primero es la clara
experiencia de conocimiento que acabamos de describir. La segunda y última
naturaleza de la mente se experimenta con la constatación de la ausencia de
existencia inherente en la mente. Con el fin de desarrollar la concentración en
la naturaleza última de la mente, debemos empezar por tomar el primer nivel
―
la clara experiencia de conocimiento ― como centro de la meditación. Una
vez alcanzado, se puede pasar a contemplar la falta de existencia inherente de
la mente. Lo que aparece en la mente es en realidad el vacío o la falta de toda
existencia intrínseca.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
64
Este es el primer paso. Después, nos concentraremos en este vacío. Se
trata de una forma de meditación muy difícil que supone un duro reto. Se dice
que un practicante del máximo calibre debe primero cultivar una comprensión
del vacío y luego, basándose en esta comprensión, usar el propio vacío como
objeto de meditación. Sin embargo, resulta útil disponer de la cualidad que
hemos llamado calma duradera para que nos ayude a comprender el vacío a un
nivel más profundo.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
65
XII
LOS NUEVE ESTADIOS DE LA MEDITACIÓN
DE LA INMANENCIA SERENA
Sea cual sea el objeto de nuestra motivación, la naturaleza de la mente o
la imagen del Buda, el desarrollo de la inmanencia serena transcurre en nueve
estadios.
Primer Estadio
Implica posar la mente sobre el objeto y se le conoce con el nombre de
colocación. En este nivel cuesta mantener la concentración durante más de un
breve momento y sentimos que las distracciones mentales aumentan. A
menudo nos apartamos del objeto, llegando a olvidarlo por completo. Pasamos
más tiempo entregados a otros pensamientos y hay que realizar un intenso
esfuerzo para devolver la mente a su lugar.
Segundo Estadio
Se alcanza el segundo estadio cuando ya se ha conseguido mantener la
concentración durante unos minutos. A este estadio se le conoce como
colocación continua. Los períodos de distracción siguen siendo mayores que
los de concentración, pero experimentamos momentos fugaces de quietud
mental concentrada.
Tercer Estadio
Finalmente conseguimos detener la dispersión y devolver la mente a su
objeto. Nos hallamos en el tercer estadio: la recolocación.
Cuarto Estadio
Hacia el cuarto estadio llamado colocación cercana, ya hemos
desarrollado la conciencia hasta el extremo de no perder la concentración en el
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
66
objeto elegido. Sin embargo, seguimos mostrándonos vulnerables a períodos
de intensa lasitud y excitación. El principal antídoto es ser conscientes de estar
experimentándolos. Aunque somos capaces de aplicar antídotos a las
manifestaciones más obvias de lasitud y excitación, continúa existiendo el
riesgo de que aparezcan formas más sutiles de lasitud.
Quinto Estadio
El quinto estadio es el de la disciplina. En él se usa la introspección con
el fin de identificar la lasitud sutil y aplicar su antídoto. De nuevo, es la propia
conciencia de su existencia lo que supone el antídoto contra la lasitud.
Sexto Estadio
En el sexto estadio, el de la pacificación, la lasitud sutil ya ha
desaparecido. Por tanto, el énfasis se pone en aplicar el antídoto a la excitación
sutil. La introspección debe ser más poderosa, ya que el obstáculo es aún más
complejo.
Séptimo Estadio
Cuando, gracias a un esfuerzo continuo y constante, hemos llegado a
eliminar esas formas sutiles de la lasitud y la excitación, la mente ya no tiene
que permanecer siempre en estado de alerta. El séptimo estadio, pacificación
absoluta, ha sido alcanzado.
Octavo Estadio
Cuando, con cierto esfuerzo inicial, ya podemos posar la mente en su
objeto y somos capaces de mantenernos concentrados sin experimentar la
menor lasitud o excitación, hemos llegado al octavo estadio. Lo llamamos
único punto.
Noveno Estadio
El noveno estadio, la colocación equilibrada, se alcanza cuando la
mente se mantiene fija en el objeto sin el menor esfuerzo durante tanto tiempo
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
67
como deseamos. La verdadera inmanencia serena se alcanza una vez superado
el noveno estadio, gracias a una meditación continua en un objeto único hasta
experimentar la bendita fusión entre mente y cuerpo.
Resulta de gran importancia mantener un equilibrio en la práctica diaria
entre la aplicación de la concentración en un único objeto y el análisis. Si
enfatizamos la primera, podemos reducir nuestra capacidad analítica. Por otro
lado, si estamos demasiado concentrados en analizar, podemos frenar la
capacidad de cultivar la estabilidad, el hecho de permanecer concentrados
durante un prolongado período de tiempo. Debemos esforzarnos por hallar un
equilibrio entre la aplicación de la inmanencia serena y el análisis.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
68
XIII
LA SABIDURÍA
Ahora que ya hemos disciplinado nuestra mente de forma que podamos
permanecer perfectamente concentrados en un objeto de meditación, podemos
usar esta habilidad para penetrar en la sabiduría, particularmente en el vacío.
Aunque ya he mencionado el concepto de vacío a lo largo de este libro, me
gustaría profundizar un poco más en él.
El Yo
Todos tenemos un sentido claro de lo que es el «yo». Sabemos a quién
nos referimos cuando pensamos: «Voy a trabajar», «vuelvo a casa» o «tengo
hambre». Incluso los animales poseen la noción de identidad, aunque no
puedan expresarla con palabras de la misma forma que nosotros. Cuando
tratamos de identificar y comprender qué es este «yo», el tema se complica.
En la antigua India, muchos filósofos hindúes especulaban con la idea
de que este yo fuera independiente de la mente y el cuerpo de la persona. Para
ellos tenía que existir un ente que pudiera proporcionar continuidad a los
distintos estadios del yo: entre el yo joven, el yo adulto, o incluso el yo de una
vida pasada y el de una vida futura. Puesto que en todo caso el yo era
transitorio y caduco, se creía que debía de haber un yo unitario y permanente
que subyaciera en todos los estadios de la vida. Este razonamiento supuso la
base para propugnar la existencia de un yo diferenciado de la mente y el
cuerpo al que llamaron atman.
En realidad, ese concepto del «yo» es común a todos. Si nos detenemos
a reflexionar sobre la sensación del «yo», notaremos que lo situamos en el
núcleo de nuestro ser. No lo experimentamos como un ente compuesto de
brazos, piernas, cabeza y torso, sino como algo superior a todas estas partes.
Por ejemplo, yo no pienso en mi brazo como en yo, pienso en él simplemente
como mi brazo; y lo mismo sucede con la mente, es algo que pertenece a este
yo. Llegamos a reconocer que creemos en un «yo» autosuficiente e
independiente en el núcleo de nuestro ser, propietario de las partes que nos
componen.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
69
¿Qué tiene de malo esta creencia?. ¿Cómo puede negarse ese yo
inmutable, eterno y unitario que es independiente de la mente y el cuerpo?.
Los filósofos budistas sostienen que un yo puede ser entendido únicamente en
relación directa con el conjunto mente-cuerpo. Afirman que si existiera un
atman o «yo», este tendría que estar separado de las partes perecederas que lo
constituyen, la mente y el cuerpo, o bien tendría que formar un todo junto con
ellas. Sin embargo, si estuviera separado de la mente y del cuerpo, no tendría
la menor relevancia ya que no mantendría con ellos ninguna relación. Por otro
lado, sugerir la idea de que un yo permanente e indivisible pudiera constituir
un todo con las partes caducas que forman la mente y el cuerpo es ridículo.
¿Por qué?. Porque el yo es único e indivisible, mientras que las partes son
numerosas. ¿Cómo puede tener partes una entidad que no puede ser dividida?.
Así pues, ¿Cuál es la naturaleza de este yo con el que estamos tan
familiarizados?. Algunos filósofos budistas señalan el conjunto de las partes
de mente y cuerpo, considerando que su suma conforma el yo. Otros sostienen
que es el continuo fluir de la conciencia mental. Existe también la creencia de
que una facultad mental independiente, una «base mental de todo», es el yo.
Todas esas nociones no son más que intentos de reconciliar nuestra creencia
innata en un yo central con la insostenible solidez y permanencia que le
atribuimos.
El Yo y las Aflicciones
Si nos detenemos a examinar nuestras emociones, vemos que la raíz de
todo apego u hostilidad se halla en aferrarnos al concepto del yo: un yo
independiente y autosuficiente, con una realidad sólida. Cuanto más se
intensifica la creencia en este tipo de yo, mayor es el deseo de satisfacerlo y
protegerlo.
Por ejemplo, imaginemos que vemos en un escaparate un bonito reloj de
pulsera y entramos a preguntar por él. Si el vendedor deja caer el reloj,
pensaremos: «¡Vaya! El reloj se ha caído». El hecho no nos afectará
demasiado. Sin embargo, si hubiéramos comprado ya el reloj, es decir, si este
ya fuera «mi reloj», y se nos cayera sin querer, el impacto sería mucho mayor.
Nos sentiríamos como si el corazón fuera a salírsenos del pecho. ¿De dónde
procede este poderoso sentimiento?. La posesión surge directamente de la
noción del yo. Cuanto más fuerte es la sensación del «yo», más fuerte es la
sensación de que algo es «mío». Por eso es tan importante que nos esforcemos
en extirpar esa creencia en un yo independiente y autosuficiente. Una vez
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
70
somos capaces de cuestionar y disolver la existencia de ese concepto del yo,
las emociones derivadas de él también disminuyen.
La Carencia de Yo de Todos los Fenómenos
No son solo los seres sintientes los que carecen de un yo central. Lo
mismo sucede con todos los fenómenos. Si analizamos o diseccionamos una
flor, buscando la flor entre sus partes, no vamos a encontrar nada. Esto sugiere
que la flor no posee una realidad intrínseca. Lo mismo puede aplicarse a un
coche, una mesa o una silla. Incluso pueden aislarse los componentes de los
olores y los sabores hasta que la esencia propiamente dicha se pierde.
Y, sin embargo, no podemos negar la existencia de las flores y de su
dulce perfume. ¿Cómo se explica esto?. Algunos filósofos budistas han
explicado que la flor que percibimos es un aspecto exterior de nuestra
percepción de ella que solo existe en quien la percibe. Prosiguiendo con esta
interpretación, si tuviéramos una flor sobre la mesa, entre nosotros, la que yo
veo sería la misma entidad que mi percepción de ella, pero la que usted ve
sería un aspecto de su percepción de ella. El perfume de la flor que usted huele
formaría un todo con su sentido del olfato al experimentar esta fragancia. La
flor que yo percibo sería diferente de la que percibe usted. Aunque esta visión
«puramente mental», como se ha dado en llamar, disminuye enormemente
nuestra sensación de verdad objetiva, atribuye una gran importancia a la
conciencia. De hecho, ni siquiera la mente es real en sí misma. Constituida por
diferentes experiencias, estimulada por fenómenos diversos, resulta en última
instancia tan imposible de encontrar como todo lo demás.
El Vacío y el Origen Dependiente
¿Qué es, por tanto, el vacío?. Es simplemente esa imposibilidad de
encontrar: cuando buscamos una flor entre sus partes, nos vemos obligados a
enfrentarnos a la ausencia de dicha flor, que no es otra cosa que el vacío de la
flor. ¿Debemos colegir que no existe tal flor?. Claro que no. Buscar el núcleo
de cualquier fenómeno es, en última instancia, llegar a una apreciación más
sutil de su vacío, de su incapacidad de ser hallado. Sin embargo, el vacío de la
flor no es solo la nada que encontramos cuando inspeccionamos las partes que
la componen: es la naturaleza dependiente de la flor, o de cualquier otro objeto
que pongamos en su lugar, lo que define ese vacío. Eso es lo que se llama
origen dependiente.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
71
Los filósofos budistas han abordado la cuestión del origen dependiente
de distintas formas. Algunos lo definen en relación con las leyes de causaefecto:
si una flor es fruto de causas y condiciones, su existencia depende de
ellas. Otros interpretan la dependencia de manera más sutil. Para ellos un
fenómeno es dependiente cuando depende de sus partes de la misma forma
que nuestra flor depende de sus pétalos, su estambre y su pistilo.
Todavía hay una interpretación más sutil del origen dependiente. En el
contexto de una simple flor, las partes que mencionábamos antes y nuestro
pensamiento al reconocer y dar nombre a la flor son interdependientes. Lo uno
no puede existir sin lo otro. Son también mutuamente excluyentes, fenómenos
separados. Por lo tanto, si analizamos o buscamos la flor entre sus partes no la
encontraremos, pero la percepción de su existencia solo ocurre en relación con
las partes que le dan forma. Desde esta perspectiva, del origen dependiente se
pasa al rechazo de toda idea de existencia intrínseca o inherente.
Meditar Sobre el Vacío
Comprender el vacío no es nada fácil. En el Tíbet, las universidades
monásticas han dedicado años a su estudio. Los monjes memorizan
importantes sutra y comentarios escritos por célebres maestros hindúes y
tibetanos. Estudian con eruditos e invierten muchas horas en discutir sobre
ello. Para desarrollar nuestra comprensión del vacío debemos estudiarlo y
meditar sobre él. Es importante contar con la guía de un maestro cualificado,
uno que comprenda sin dudas la compleja naturaleza del tema en cuestión.
Como sucede con otros aspectos de este libro, la sabiduría debe
cultivarse con la meditación analítica además de la meditación contemplativa.
Sin embargo, en este caso, con el fin de profundizar en la conciencia del vacío,
no debemos alternar las dos técnicas sino unirlas. La mente debe concentrarse
en el análisis del vacío gracias a la inmanencia serena, esa habilidad que
acabamos de adquirir. A eso se le llama la unión de la inmanencia serena con
la penetración especial. Meditando así de forma constante, nuestra capacidad
de penetración evoluciona hacia la constatación real del vacío. Llegados a este
punto, hemos alcanzado ya el camino de la preparación.
Se trata de una aprehensión conceptual, ya que llegamos a ella a través
de la inferencia lógica. Sin embargo, supone un paso previo a la profunda
experiencia de percibir el vacío de forma no conceptual.
Cuando un meditador cultiva su aprehensión inferencia del vacío y
profundiza en ella consigue llegar al camino de la visión. Es entonces cuando
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
72
el sujeto ve el vacío de forma directa, con tanta claridad como distingue las
líneas que cruzan la palma de su mano.
Si se mantiene la meditación constante sobre el vacío, se progresa hasta
el camino de la meditación. No existen nuevos aspectos del vacío que deban
ser cultivados: el sujeto se limita a desarrollar y mejorar constantemente las
experiencias del vacío que ya ha alcanzado.
Los Niveles del Bodhisattva
Un practicante del Mahayana comienza su evolución a través de los
estadios que conducen a la condición del buda en el punto en que genera
bodhicitta. Como practicantes, debemos desarrollar todas las cualidades que
hemos explorado a lo largo de este libro. Una vez reconocidas las obras del
karma, debemos desistir de realizar acciones que nos dañen a nosotros o a
otros. Debemos reconocer que la vida es sufrimiento y poseer el profundo
deseo de trascenderlo. Sin embargo, también debemos tener la ambición
compasiva de liberar todo el sufrimiento experimentado por otros, por todos
aquellos atrapados en el lodo del ciclo de la vida. Debemos llegar a sentir esa
bondad cariñosa que consiste en el deseo de proveer a todos de la felicidad
suprema. Debemos sentir la responsabilidad de alcanzar esa iluminación
suprema.
En este punto, se ha llegado ya al camino de la acumulación. A la
motivación de la bodhicitta se le unen la calma duradera y la penetración
especial, experimentando a partir de ahí la inferencia del vacío que hemos
descrito más arriba. Estamos en el camino de la preparación. Durante el
camino de la acumulación y el camino de la preparación, un bodhisattva
atraviesa el primero de los tres incalculables eones de la práctica, acumulando
ingentes cantidades de méritos y profundizando la sabiduría propia.
Cuando el practicante ya percibe el vacío de forma no inferencial,
hallándose, pues, en el camino de la visión, podemos decir que ha alcanzado el
primero de los diez niveles del bodhisattva que conducen a la condición del
buda. Gracias a la continua meditación sobre el vacío, se llega hasta el
segundo nivel del bodhisattva y simultáneamente se sitúa en el camino de la
meditación. A medida que el practicante progresa a través de los primeros
siete niveles del bodhisattva, se dedica a un segundo eón incalculable de
acumulación de mérito y sabiduría.
Sobre los tres niveles restantes, el practicante concluye el tercer eón y
llega al camino del fin del aprendizaje. Ya es un buda plenamente iluminado.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
73
Los muchos eones de práctica que nos faltan no deberían desanimarnos.
Debemos perseverar, avanzar paso a paso, cultivando cada uno de los aspectos
de la práctica. Debemos ayudar a otros en el grado en que podamos y reprimir
el deseo de hacerles daño. A medida que disminuye el egoísmo que motiva
nuestros actos y crece nuestro altruismo nos volvemos más felices, al igual
que aquellos que nos rodean. Es así como acumulamos el mérito virtuoso que
necesitamos para alcanzar la condición del buda.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
74
XIV
LA CONDICIÓN DEL BUDA
Para buscar genuino refugio en las tres joyas, con el profundo deseo de
alcanzar la iluminación más elevada en beneficio de todos los seres sintientes,
es necesario que comprendamos la naturaleza de esa iluminación. Debemos,
por supuesto, reconocer que la naturaleza esencial de la vida mundana es estar
llena de sufrimiento. Conocemos la futilidad de empeñarnos en proseguir en
esa existencia cíclica, por tentador que esto pueda parecer. Nos preocupamos
por el sufrimiento que los otros experimentan constantemente y deseamos
ayudarles a superarlo. Cuando nuestra práctica está motivada por esta
aspiración, conduciéndonos hacia la iluminación última de la condición del
buda, nos encontramos en el camino del Mahayana.
El término «Mahayana» ha sido asociado a menudo a las formas de
budismo que emigraron al Tíbet, China y Japón. Este término se aplica a veces
también a diferentes escuelas filosóficas budistas. Sin embargo, uso aquí el
concepto de «Mahayana» en el sentido de las aspiraciones internas de un
practicante individual. La motivación más elevada que podemos albergar es la
de proporcionar felicidad a todos los seres sintientes, y el mayor esfuerzo en
que nos podemos embarcar es ayudarles a alcanzarla.
Los practicantes del Mahayana viven dedicados a alcanzar la condición
del buda. Se esfuerzan por eliminar los modelos de pensamientos ignorantes,
dañinos y egoístas que les mantienen alejados de esa iluminación completa,
ese estado omnisciente que les permite beneficiar a los otros. Los practicantes
se dedican a refinar las cualidades virtuosas, como la generosidad, la ética y la
paciencia, hasta el punto de que darían lo que fuera de sí mismos y se
someterían a cualquier prueba o injusticia con el fin de servir a otros. Más
importante aún, desarrollan su sabiduría: la aprehensión del vacío. Trabajan
para profundizar cada vez más en la aprehensión del vacío. Deben aguzar su
capacidad de penetración e intensificar la sutileza de su mente con el fin de
conseguirlo. No hay duda de que resulta difícil describir el proceso que les
sitúa ya al final del proceso. Basta decir que cuando la aprehensión del vacío
de la existencia inherente se convierte en algo más profundo, todo vestigio de
egoísmo desaparece y uno se acerca a la iluminación. Sin embargo, tenemos
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
75
que limitarnos a una aprehensión teórica hasta que comencemos a acercarnos
realmente a ella.
Cuando la mente de un practicante ya se ha librado del último resto de
malentendidos fruto de la ignorancia, estamos ya ante una mente pura, la
mente de un buda. El practicante ha alcanzado la iluminación. Una
iluminación que tiene, no obstante, un buen número de cualidades, a las que la
literatura budista se refiere con el nombre de cuerpos. Algunos de estos
cuerpos toman forma física y otros no. Estos últimos incluyen el cuerpo de la
verdad, el nombre por el que se conoce a la mente purificada. La cualidad
omnisciente de la mente iluminada, su capacidad de percibir constantemente
todos los fenómenos además de su naturaleza vacía de toda existencia
inherente es conocida como el cuerpo de la sabiduría de un buda. Y a la
naturaleza vacía de esta mente omnisciente se le ha dado el nombre del cuerpo
de la naturaleza de un buda. Ninguno de estos cuerpos (considerados como
aspectos del cuerpo de la verdad) tiene forma física; todos han sido alcanzados
a través de la «sabiduría» del camino.
Tenemos también las manifestaciones físicas de ese estado de
iluminación. Entramos aquí en un ámbito que a muchos les resulta difícil de
entender. Estas manifestaciones reciben el nombre de los cuerpos formales del
buda. El cuerpo del gozo del buda es una manifestación con forma física, pero
resulta invisible para casi todos nosotros. El cuerpo del gozo puede ser
percibido únicamente por seres muy elevados, bodhisattva cuya profunda
experiencia de la verdad última está motivada por el intenso deseo de alcanzar
la condición del buda para la salvación de todos.
Desde este cuerpo del gozo emana espontáneamente un número infinito
de cuerpos. A diferencia del cuerpo del gozo, estas manifestaciones son
visibles y resultan accesibles para los seres humanos, seres como nosotros. Es
gracias a los cuerpos de emanación que un buda nos presta su ayuda. En otras
palabras, estas manifestaciones son formas del ser iluminado, que existen
exclusivamente para beneficiarnos. Llegan a existir en el momento en que el
practicante alcanza la iluminación absoluta como resultado de su aspiración
compasiva de ayudar a los otros. Es gracias a estas emanaciones físicas que un
buda enseña a los otros el método gracias al cual ha alcanzado su estado de
libertad del sufrimiento.
¿Cómo nos ayuda el buda a través de estos cuerpos de emanación?.
Principalmente, gracias a la enseñanza. El Buda Shakyamuni, aquel que
alcanzó la iluminación bajo el árbol Bodhi hace dos mil quinientos años, era
un cuerpo de emanación.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
76
La explicación de los diferentes aspectos referidos al estado iluminado
del buda puede sonar un poco a ciencia ficción, en especial si exploramos las
posibilidades de infinitas emanaciones de infinitos budas que se manifiestan
en infinitos universos para ayudar a un número infinito de seres. Sin embargo,
a menos que nuestra comprensión del buda sea lo bastante compleja para
abrazar estas facetas cósmicas de la luz, el refugio que consigamos en él
carecerá de la fuerza necesaria. La práctica del Mahayana, en la que nos
comprometemos a proporcionar felicidad a todos los seres vivos, es una
empresa enorme. Si nuestra comprensión del buda se limitara a la histórica
figura de Shakyamuni, estaríamos buscando refugio en alguien que murió
hace mucho tiempo y que ya no tiene el poder de ayudarnos. Para que nuestro
refugio sea verdaderamente poderoso, debemos reconocer los distintos
aspectos del estado de un buda.
¿Cómo explicar esta continuación eterna de la existencia de un buda?.
Echemos un vistazo a nuestra propia mente. Es como un río, un continuo fluir
de momentos de conocimiento que se encadenan unos con otros. La corriente
formada por esos momentos de conciencia fluye hora tras hora, día tras día,
año tras año, y, de acuerdo con la filosofía budista, vida tras vida. Aunque el
cuerpo no puede acompañarnos una vez agotada la fuerza que nos da vida, los
momentos de conciencia continúan, a través de la muerte y finalmente hacia la
siguiente vida, cualquiera que sea su forma. Esta corriente de conciencia está
en cada uno de nosotros, y no tiene ni principio ni fin. Nada puede detenerla.
En este sentido se diferencia de emociones como la ira y la pasión, que pueden
ser eliminadas aplicando el antídoto adecuado. Es más, se habla de la pureza
de la naturaleza esencial de la mente; los elementos que la contaminan pueden
ser eliminados, logrando así que esa pureza sea eterna. Esta mente, libre de
toda contaminación, es un cuerpo de la verdad del buda.
Si contemplamos desde esta perspectiva el estado de iluminación
absoluta, crece nuestro aprecio de la magnitud del buda, al igual que nuestra
fe. Al reconocer las cualidades de un buda, se intensifica nuestra aspiración de
alcanzar ese estado. Llegamos a apreciar el valor y la necesidad de ser capaces
de emanar de distintas formas con el fin de ayudar a infinitos seres. Esto nos
da la fuerza y la decisión necesarias para llegar a alcanzar esa pureza mental
que confiere la luz.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
77
XV
GENERAR LA BODHICITTA
La ceremonia para generar que una mente altruista desee la iluminación
no es en absoluto compleja. Su propósito es reafirmar y estabilizar nuestras
aspiraciones de alcanzar la condición del buda para así salvar a todos los seres
vivos. Esta confirmación resulta esencial para mejorar la práctica de la
compasión.
Comenzamos la ceremonia visualizando la imagen del Buda y, una vez
que esta aparece nítidamente en nuestra mente, intentamos imaginar que el
Buda Shakyamuni está en realidad aquí delante de nosotros. Le imaginamos
rodeado por los grandes maestros hindúes del pasado: entre ellos Nagarjuna,
que estableció la Escuela Intermedia de Filosofía Budista aportando la
interpretación más sutil del vacío, y Asanga, el principal maestro de la rama
que toma en consideración el aspecto del «método» vasto de nuestra práctica.
También imaginamos al Buda rodeado por maestros de las cuatro tradiciones
del budismo tibetano: Sakya, Gelug, Nyingma y Kagu. Pasamos a vernos
rodeados por todos los seres sintientes. El escenario va está dispuesto para
generar que la mente altruista desee la iluminación. Los practicantes de otros
cultos pueden participar en la ceremonia cultivando la calidez de corazón y
una actitud altruista hacia todos los seres sintientes.
Siete Pasos de la Práctica
La ceremonia da comienzo con un ritual en el que se acumula el mérito
y se elimina toda negatividad. Para ello debemos reflexionar sobre los puntos
esenciales de los siete pasos de la práctica.
Primer Paso: Homenaje
El primer paso consiste en rendir un homenaje al Buda, reflexionando
sobre las cualidades iluminadas de su cuerpo, su discurso y su mente. Como
muestra de devoción y de fe en él podemos postrarnos o inclinarnos ante
nuestra visión interna del Buda. Al mostrar nuestro respeto más sincero,
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
78
rendimos también homenaje a las cualidades del Buda que tenemos en el
interior.
Segundo Paso: Ofrenda
El segundo paso toma la forma de una ofrenda. Podemos ofrecer objetos
materiales o simplemente imaginar que estamos regalando preciosos objetos a
la asamblea sagrada que hemos visualizado ante nosotros. El presente más
profundo y significativo que podemos ofrecer es el de nuestra práctica
espiritual constante. Todas las cualidades que hemos acumulado son el
resultado de las acciones virtuosas realizadas: actos de compasión, de cuidado,
incluso una mera sonrisa hacia alguien que sufre... A ellos se unen los
llamados actos positivos del lenguaje: palabras amables, cumplidos y
expresiones de consuelo que hemos dirigido a los otros. También ofrecemos
nuestros actos mentales de virtud. El deseo de actuar de forma altruista, de
cuidar al prójimo, la compasión más profunda y la fe más sincera en la
doctrina del Buda se hallan entre estos presentes. Todos son actos mentales de
virtud. Podemos imaginarlos en forma de objetos hermosos y valiosos que
ofrecemos al Buda y a ese entorno de luz que visualizamos ante nosotros.
Podemos ofrecer mentalmente el universo entero, el cosmos y el ambiente que
nos rodea, con sus selvas, montañas, praderas y campos de flores. Podemos
ofrecerlos, mentalmente, aunque no sean de nuestra propiedad.
Tercer Paso: Confesión
El elemento clave en toda confesión consiste en reconocer las acciones
negativas cometidas, los errores en los que hemos incurrido. Deberíamos
cultivar una profunda sensación de arrepentimiento y luego tomar la firme
resolución de no caer de nuevo en esa conducta no virtuosa en el futuro.
Cuarto Paso: Júbilo
El cuarto paso es la práctica del júbilo. Al concentrarnos en nuestras
acciones virtuosas del pasado, los logros conseguidos nos llenan de alegría.
Deberíamos asegurarnos de no lamentar nunca ninguna acción cometida, sino
derivar de ellas un alegre sentimiento de satisfacción. Aún más importante,
deberíamos regocijarnos en las acciones positivas de otros, sean seres
inferiores o más débiles, superiores o más poderosos, o iguales. Es importante
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
79
que nos aseguremos de que nuestra actitud hacia los otros no se vea
ensombrecida por la competitividad o la envidia: deberíamos sentir la más
pura admiración y una gran alegría por sus cualidades y logros.
Quinto y Sexto Pasos: Petición y Súplica
En los dos pasos siguientes pedimos al Buda que nos enseñe y que gire
la rueda del dharma en beneficio de todos, y luego le suplicamos que nadie
busque el nirvana únicamente para sí mismo.
Séptimo Paso: Dedicación
Séptimo y último paso. Todo el mérito y el potencial positivo que
hemos creado de todas las ramas precedentes de la práctica y de otras acciones
virtuosas se dedican a nuestro objetivo espiritual más elevado: la consecución
del estado del buda.
Habiendo emprendido la práctica preliminar en estos siete pasos, ya
estamos listos para comenzar la generación de la mente altruista que desea la
iluminación. El primer verso de la ceremonia empieza con la presentación de
la motivación adecuada:
Con el deseo de liberar a todos los seres
Los dos siguientes versos identifican los objetos del refugio
― el Buda,
el dharma y el sangha
―, y además establecen el período de tiempo que debe
dedicarse a la búsqueda de dicho cobijo:
siempre iré en pos del refugio del Buda, el dharma y el sangha
La segunda estrofa expresa la génesis real de esa mente altruista que va
en busca de la iluminación.
Extasiado ante la sabiduría y la compasión,
hoy en presencia del Buda
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Estos versos enfatizan la importancia de unir sabiduría y compasión. La
iluminación no es una compasión carente de sabiduría ni sabiduría que ha
olvidado la compasión. Nos referimos en especial a la aprehensión directa del
vacío. Haber experimentado el vacío, o cuando menos haber llegado a una
comprensión intelectual o conceptual de él, sugiere la posibilidad de poner fin
a una existencia sin iluminación. Cuando dicha sabiduría complementa nuestra
compasión, la cualidad que se desprende es aún más poderosa. La palabra
«extasiado» sugiere una compasión activa y comprometida, no un mero estado
mental. El verso siguiente:
hoy en presencia del Buda
sugiere que hay una aspiración a alcanzar la condición real del buda. También
puede significar que llamamos la atención de todos los budas para que sean
testigos de este acontecimiento, diciendo:
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
La estrofa final, escrita por el maestro hindú del siglo VIII Shantideva
en su obra La presentación de la conducta del bodhisattva, dice así:
Hasta que permanezca el espacio,
hasta que permanezcan los seres sintientes, hasta entonces,
permaneceré yo también, y disiparé las miserias del mundo.
Estos versos expresan un sentimiento poderoso. Un bodhisattva debería
verse a sí mismo como una posesión de otros seres sintientes. De la misma
manera que los fenómenos del mundo natural están en él para ser disfrutados y
utilizados por otros, también nuestro ser y existencia debería estar disponible
para los demás. Solo cuando empezamos a pensar en esos términos podemos
desarrollar el poderoso sentimiento de «dedicar todo mi ser al beneficio de los
otros, pues existo solo para su beneficio». Dichos sentimientos se expresan en
acciones que beneficien a otros seres sintientes, y en el proceso en que
satisfacemos nuestras propias necesidades. Por el contrario, si vivimos toda
nuestra vida bajo el yugo del egoísmo jamás lograremos alcanzar esas
aspiraciones centradas en nosotros, y mucho menos el bienestar ajeno.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Si el Buda Shakyamuni, el Buda histórico a quien reverenciamos,
hubiera seguido centrado en sí mismo como lo estamos nosotros, ahora le
estaríamos tratando como a uno más, diciéndole: «Cállate. No molestes». Pero
este no es el caso. Shakyamuni eligió abandonar su egoísmo y darse a los
demás, y es por ello que le consideramos digno de respeto.
El Buda Shakyamuni, los ilustres maestros hindúes Nagarjuna y
Asanga, y los principales maestros tibetanos del pasado lograron su estado de
iluminación como fruto de un cambio radical de actitud hacia sí mismos y
hacia los otros. Buscaron refugio. Se dedicaron al bienestar de los demás seres
sintientes. Llegaron a ver la autocomplacencia propia y el apego a uno mismo
como dos enemigos, fuente de toda acción no virtuosa, y lucharon contra ellos
hasta eliminarlos. Ahora, estos grandes seres se han convertido en objetos de
nuestra admiración y modelos a emular. Debemos seguir su ejemplo y trabajar
en la extirpación del egoísmo y el apego al yo.
Así pues, teniendo en mente estos pensamientos y reflexionando sobre
ellos, leamos tres veces los siguientes versos:
Con el deseo de liberar a todos los seres siempre iré en pos del refugio
del Buda, el dharma y el sangha
hasta alcanzar la iluminación completa.
Extasiado ante la sabiduría y la compasión,
hoy en presencia del Buda
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
Hasta que permanezca el espacio,
hasta que permanezcan los seres sintientes,
hasta entonces, permaneceré yo también,
y disiparé las miserias del mundo.
Eso constituye la ceremonia que da lugar a que la mente altruista desee
la iluminación. Deberíamos tratar de reflexionar sobre el significado de estos
versos diariamente, o siempre que encontremos el momento. Yo lo hago y
debo reconocer que es de vital importancia en mi práctica espiritual.
Gracias.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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EPÍLOGO
En agosto de 1991, el Centro Tíbet y la Fundación Gere tuvieron el
inmenso honor de ser los anfitriones de Su Santidad el Dalai Lama durante las
dos semanas de enseñanzas que este ofreció en la ciudad de Nueva York.
Dichas conferencias tuvieron lugar en el Madison Square Garden y
culminaron en la iniciación Kalachakra, uno de los rituales más importantes
del budismo tibetano.
Kalachakra significa «rueda del tiempo». Las ruedas del tiempo
siguieron girando, y, aprovechando la visita a India que realizamos en la
primavera de 1997, invitamos a Su Santidad a volver a Nueva York con el fin
de conmemorar la iniciación realizada hacía seis años. Su Santidad aceptó de
inmediato y se fijó una fecha para el viaje, aunque no se especificó ningún
tema concreto como núcleo de sus enseñanzas.
Nos encontramos con Su Santidad un año después. En ese momento se
había suscitado una gran polémica acerca del tema sobre el que versarían sus
charlas. Inicialmente le pedimos que nos hablara del vacío, el tema más
profundo y desconcertante de toda la filosofía budista. Sin embargo, tras
meditarlo mejor, creímos que un tema más general sería más beneficioso para
todos: uno que proporcionara una visión completa del camino budista pero
que a la vez resultara accesible para aquellas personas que profesan otros
cultos. Convencido de que el auditorio se beneficiaría de sus enseñanzas sobre
el estilo de vida de un bodhisattva, Su Santidad optó por combinar la obra de
Kamalashila, Las etapas de la meditación, y la de Togmay Sangpo, Las treinta
y siete prácticas de los bodhisattva.
Los tres días de enseñanzas tuvieron lugar en el teatro Beacon, situado
en el Upper West Side de Manhattan, ante tres mil personas. Debido al respeto
que sentía por la doctrina que estaba impartiendo, Su Santidad nos ofreció sus
enseñanzas desde un trono. Fueron muchas las personas que se postraron ante
él como dicta la tradición y realizaron ofrendas simbólicas como parte de la
petición formal de instrucción. Transcurridos estos tres días, Su Santidad dio
una charla de carácter más informal en el Central Park. La organización de
este acto resultó ser una empresa agotadora que requirió la colaboración de la
policía de la ciudad, la policía estatal y agentes federales. Cientos de
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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voluntarios brindaron su ayuda desinteresada con el fin de que pudiera
llevarse a cabo.
Finalmente, llegó la mañana del domingo. Presa de la ansiedad,
acompañamos en coche a Su Santidad hasta la entrada al Central Park situada
en el East Meadow, justo en la esquina entre la Quinta Avenida y la calle
Noventa y ocho. Cuando Su Santidad preguntó cuánta gente se esperaba
reunir, le contestamos que estaríamos encantados si lográbamos convocar de
quince a veinte mil personas, pero que en realidad no teníamos ninguna
previsión. A medida que íbamos ascendiendo por la avenida Madison,
observábamos las calles adyacentes para ver si había en ellas rastro de gente.
Al acercarnos a la calle Sesenta y ocho empezamos a ver una multitud de
personas en la acera caminando en dirección al parque.
Llevamos a Su Santidad hasta la tienda situada detrás del escenario y
cuando miramos entre las cortinas quedamos abrumados al comprobar que
todo el East Meadow estaba al borde de su capacidad. Era una visión hermosa
y emocionante a la vez. Después supimos que más de doscientas mil personas
se habían reunido allí pacíficamente. La zona estaba llena de bendiciones. La
lluvia que cayó el día anterior había cesado. Con un poderoso equipo de vídeo
y sonido dispuesto para proyectar sus enseñanzas hacia la inmensa multitud,
Su Santidad subió a un escenario cuyos únicos elementos decorativos eran
unas cuantas flores y una simple silla de madera colocada en el centro.
Su Santidad prefirió hablar en inglés, y con un estilo libre de florituras
inspiró a todos los presentes a comprometerse en el camino de la virtud. Estoy
seguro de que muchos de los presentes aquella mañana han generado
bodhicitta, la aspiración de alcanzar la iluminación absoluta con el fin de
ayudar a los otros. Imaginamos que, al volver a casa, todo el auditorio
compartió la experiencia con su familia v sus amigos, inspirando así un mayor
número de acciones virtuosas. Otros muchos leyeron reportajes sobre el acto o
lo presenciaron por televisión. En consecuencia, podemos decir que esa
mañana el Central Park generó millones de buenos pensamientos en millones
de seres humanos.
De acuerdo con la creencia budista, incontables budas y bodhisattva
fueron testigo de esos pensamientos virtuosos que nacieron de todos los
congregados en el Central Park. Creemos que budas y bodhisattva de todo el
mundo rezaron para que esas buenas acciones no se perdieran y todos los seres
progresaran en su camino espiritual.
Cuando Su Santidad completó sus enseñanzas, rezamos para que, como
fruto de la virtud acumulada por ese acontecimiento, naciera Maitreya, el
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Buda futuro, y manifestara el logro de su iluminación, para que la sabiduría
floreciera en el intelecto de todos los presentes y para que fueran satisfechas
todas sus necesidades. Oramos para que Maitreya estuviera tan complacido
que apoyara la mano derecha sobre la cabeza de cada persona y les advirtiera
de la inminencia de su próxima iluminación.
Cuando nos alejamos del Central Park, Su Santidad nos dio las gracias
por haber organizado ese acto y nosotros también expresamos nuestra gratitud
hacia él por su presencia. Ya había compartido con nosotros en el pasado la
soledad que sintió cuando tuvo que huir a India en 1959: refugiado,
prácticamente sin amigos, viendo su hogar ocupado por el ejército chino y a su
gente víctima de un brutal y sistemático genocidio. Ahora, unos cuarenta años
después, y solo gracias a la verdad que desprenden sus palabras y al
compromiso de su buen corazón, tenía buenos amigos en todas partes.
El tema de la charla de Su Santidad, Ocho versos para entrenar la
mente, trata sobre una elevada práctica budista. Tradicionalmente, una charla
de este tipo jamás se habría dado en público ni a un auditorio tan numeroso.
Estábamos encantados de ver a tanta gente deseosa de escuchar, aunque a la
vez nos dábamos cuenta de que el contenido era denso y difícil de
comprender. ¿Cómo podrían muchos de los presentes aplicar esas sabias
palabras?.
No sería justo olvidar aquí el esfuerzo realizado por Rato Geshe
Nicholas Vreeland para editar el libro que recoge los tres días de enseñanzas
de Su Santidad en el teatro Beacon y su charla en el Central Park. Gran parte
del material es complejo, fuera del alcance de la mayoría. Cuando
comentamos estas dificultades inherentes al contenido Su Santidad aconsejó a
Nicholas que «se fiara de su propia intuición» y tuviera cuidado de no
distorsionar la profundidad y la pureza que residen en el mensaje de sus
enseñanzas. Nicholas lo ha logrado con creces, y es a él a quien hay que
atribuir el mérito de este libro.
Pero no podemos acabar estas páginas sin expresar una vez más nuestro
más profundo agradecimiento a Su Santidad el Dalai Lama por sus valiosas
enseñanzas. Ojalá este libro nos ayude a controlar la mente y a abrir el corazón
hacia todos los seres.
Jyongla Rato y Richard Gere.
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